Me puse malo cuando Ylenia dijo, hace unas semanas, que abandonaba la tele y los cameos, que el perreo dejaba de ser un himno celestial en pubes de Malasaña y en las despedidas de soltera, donde el tanga del poli se trufa con billetes de diez euros que un pintalabios adorna con números de móvil. Me puse malo cuando Ylenia desapareció de mi vida y la de muchos que vimos a la rubia en Gandía Shore descomponiendo toda aquella generación pija de Melrose Place y Sensación de vivir.
Ylenia hizo de la mala educación una clase de metamorfosis con la que convertirse al poco tiempo en una diva, cuya personalidad se mueve entre la ficción de la tele y los restos de una juventud que la ESO, gracias al PPSOE, se encargó de convertir en cajeras del Primark. Me gustaba la Ylenia de Gandía Shore, porque rompió con el tabú del buenismo, revelando que los adolescentes españoles vivían entre la desesperación y una inusitada alegría por amar todo y destruir todo. Una esencia baconiana existía en el corazón de aquella deconstrucción de Barbie que a mí me ponía.
Quiero a Ylenia porque es una versión excelente de las chonis a las que siempre devoré con mis ojos de adolescente, cuando mis amigos y yo nos comíamos los mocos en la cola de la discoteca, apoyados en el coche del Paqui, bebiendo ron con cola, mientras ellas desfilaban elevándose con aquellos tacones que parecían navajas, con sus vestidos de tubo que marcaban el tanga y la etiqueta del tanga.
Esos tiempos felices me los recuerda Ylenia y su alma de látex y arrebato, su aura de hembra maldita a punto de convertirse en mito, porque los mitos como Afrodita o Atenea también surgen de la anécdota, de una erótica visión del mundo en la que los contaminados por el acné necesitan alabar a las Kardashian, por ejemplo, o a mi Ylenia para saber que la vida aún merece la pena vivirla, aunque sea apoyado en el coche del Paqui.
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