sábado, 10 de octubre de 2015

Lo que escribo al mirar un cuadro de Basquiat, sin que los pájaros despierten



  Puedo esperar a alguien en esta habitación que jamás regresará. Un lienzo de Basquiat construye el mundo al que ya no pertenezco. Una melodía inescrutable, un trazo benévolo sobre la cicatriz de un rostro y mucho más, salvo los muertos que pudiera reconocer, si llegaran a casa con su equipaje manchado de sangre.

  Colores que deambulan en un sonora incandescencia y que la oscuridad atrapa en su inmenso vacío. No puedo perimitir que esas figuras intratables acaben conmigo, que mis ojos sucumban ante el prodigio que confunde la vida de los que caminan con la sagrada lentitud de los muertos, pero mis ojos sucumben ante el mural. Porque la expresividad de Basquiat es demasiado generosa y tan primitiva que golpea con los restos del cadáver, con la ponzoña de los tugurios que naufragan, inservibles y malditos, hasta Long Island.

  Yo miré un Basquiat y emprendí el viaje rutilante de los que odian la cordura, la atmósfera racional de esos anuncios televisivos, tramados para mentes difuntas. El tótem gira una y otra vez en el interior del lienzo, un pedazo de mueble, letreros que empuñan la ira contra la quietud, una mano que se balancea como la hoja de una cuchilla sobre el amable cráneo. Nada permanece en el mismo lugar. El blues nunca muere, ni esa suelta melodía de Parker que supura entre las sogas de saliva. Nadie ató a esos perros que circulan por el valle de tristes hombres marginados que piden cabezas de golondrina en las puertas de las farmacias. Buenas noches. Sigo en mi mundo Basquiat.

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