Detrás de un anuncio de champú hay un relato pornográfico. Los pingüinos que adiestré para conquistar a mujeres como Ava Addams o Lisa Ann acabaron suicidándose de la misma forma que podían haberlo hecho esos personajes que esperaban a Godot.
Las sogas, además de violentar las muñecas y excitar zonas cárnicas que lindan con la médula, son instrumentos prácticos para la asfixia y para lacerar a los lectores de Bucay una vez por semana. Yo acudí a un grupo de terapia de adictas a la pseudofilosofía; había también mujeres hermosas que hubieran aprovechado mejor su existencia bailando, subidas a una tarima, que leyendo la numerosa bazofia que escriben algunos argentinos.
Una MILF siempre es una diosa que merece el mayor de mis respetos, que no es otro que sobrecogerme cuando de la línea que dibujan sus senos cilíndricos emerge la luz líquida y cegadora, seminal y culmen del desaliento que apaga al macho alfa. El problema de las nuevas Brazzers es que ya no escuchan a grupos como Radiohead. No imagino a Christy Macks, desvelada por los hipnóticos lamentos, de Kid A. Ni a Nikita von James que, tras los aldabonazos de su Minontauro, despegue su imaginación con una canción como Let down.
Las mujeres que cultivan el porno ya no escuchan a Radiohead y eso las hace más tristes, menos atrayentes, efímeras como ese suicidio colectivo que tramaron los pingüinos y del que la prensa nunca habló porque no eran pingüinos importantes. Aunque yo conocí a una MILF, llamada Puma, que leía a Pynchon y que reparaba tostadoras en su vecindario a cambio de unas monedas de plata. Rara vida la de esta furtiva.
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