Ángela hundió las botas en el lodo y el coche quiso desaparecer entre las sombras de la carretera. Nada de lo que quedaba a su alrededor podía recordarle otra cosa que el cuerpo que había dejado atrás, un rostro o su fragmento. El hombre que la había llevado hasta este punto no le había preguntado nada sobre su pasado y por tanto fue afortunada. Los pájaros ya no armaban sus chillidos como horas antes y, a lo lejos, temblaba una luz parecida a aquellas otras que, cogida de la mano de ella, dejaba de mirar para que Gloria no se escapara de sus ojos, una certeza de que las cosas a veces pueden salir bien.
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