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Han matado a un profesor, a un interino. Los medios le han dado más importancia a las posibles causas, al "brote" del muchacho, que a las consecuencias. Ministro y consejera aluden a un mal social y exigen normalidad en el tratamiento de este asunto.
Pero no hay nada de normal en lo que ha sucedido, ni va a ser nada normal a partir de ahora. El problema no es el asesinato, que ya tiene lo suyo, sino el ninguneo social a los maestros, el poco valor mediático que se le da a los profesores dentro de un sistema educativo que han hundido los políticos con la colaboración del clientelismo sindical y de algunos compañeros docentes que aspiraban a puestos de mayor envergadura en la Administración.
El muchacho, a lo Columbine, mató a un profesor y no hay alarma social. Nadie se rasga las vestiduras, porque el docente y su labor psicopedagógica no interesan ni a padres, ni a madres, ni a las teles, ni a los políticos. Porque este país ha aprendido a vivir en la inopia y en la autodestrucción.
Los hijos con pasta van a la privada, las clases medias a colegios concertados y la pública ya no puede hacer más que lo que permite el voluntarismo de muchos profesores que actúan como padres, sacerdotes y psicólogos. Porque lo que interesa es una sociedad manipulable y una reforma educativa seria y profunda pone en jaque el negocio montado, empezando por la Universidad.
Han matado a un profesor y nadie ha temblado. Lo que significa que la sociedad percibe la educación, no como una solución a las desigualdades, sino como una enfermedad crónica que se cura con dinero.
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