La sintaxis está rota, pero con una imprecisión salvable que nos permite reconstruir significados de una enorme profundidad; por esa razón, Kahlo se atiene a la pintura como una forma de adecuar el dolor y la aflicción a una textura en la que la palabra es insuficiente. Todo es inalcanzable al mismo tiempo que asumible, por su desgarradora sinceridad, en esos pensamientos fragmentarios que en su Diario la artista mexicana ni siquiera concreta; tan sólo los esboza, pues no hay intención de definir, sino de recrear una voluntad de rendición, de reclamar el amor de Diego y de expiar la frustración y la impotencia de su minusvalía.
Las páginas del Diario son un desafío para cualquier lingüista, porque la fractura de su sintaxis es la forma de aprehender un mundo compositivo de mayor eficacia que cualquier estructura estable de oraciones con sujeto y predicado. Es el caótico azar de la violencia de morfologías y predicados, sin aparente conexión, lo que dota de una belleza inédita a esas composiciones que el Diario de Frida Kahlo vislumbra como una manera de aproximarse al sinsentido de una vida; un sinsentido que transcurrre con la temeridad de la muerte, con la adicción a la pintura reivindicativa, habitada por fantasmas y desdoblamientos.
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