Angelina Jolie |
No me quieras culpar de los muertos ni de la caída de los satélites. Fue hermoso mientras duró. No le echaste de comer a los peces, Angelina, y las muchachas se mosquearon, muchachas Milfs que cada noche pisaban el acelerador y se estrellaban contra los templos de lencería, contra los supermercados del vodka y el pan de molde.
Nuestra vida estaba hecha para eso, para no dar de comer a los peces, para vivir en un apartamento lleno de polillas y pulgas de medio kilo que nos recordaban a Gregorio Samsa. Qué lujo de eternidad. Estábamos completamente perdidos y agradecimos que las inquilinas, las que portaban un escote celestial, al menos para mí, jugaran a la ruleta rusa cada noche porque, si sobrevivían, admirarían el amanecer mejor que nosotros.
Qué tiempos aquellos en que os liastéis a tiros en el Carrefour y, mientras ellas te balaceaban, tú, Angelina, mutando con la luz artificial del congelador, masticabas la madalena de Proust. Patética escena que soñara el poeta maldito bajo la hipnosis de la ayahuasca. No me quieras culpar de los muertos de aquel día, Angelina, y que tu talla de sujetador fuera superior al resto, a ellas que, luciendo sus escotes, esperan todavía, caminando sobre el tendido eléctrico, a que el último OVNI las arrastre.
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