Nikki Benz. |
No acabó de pintar los nenúfares para ella, pero bastó que Nikki Benz descubriera el cuerpo de Puma bajo el plástico para que anocheciera definitivamente sobre Lyon. Los vasos temblaron sin que la mano invisible los agitase, pero fue esa luz funesta que emanaba de la boca de Puma Swede la que habría de cambiar los tiempos futuros y el nuevo diseño de la Playstation.
Porque, mientras Nikki fumaba junto a la cortina rasgada, esa luz funesta transformaba el espacio, pues los elementos ya eran incontenibles en sus huecos y los artistas del trapecio, alojados dos pisos más abajo, flotaban sobre las camas recordando las épocas doradas del claqué.
Puma Swede era la diosa helvética que besaba como se besan los camaleones; adentro, muy adentro, salvando el obstáculo de la mirada que niega la realidad más sórdida. Nikki jamás besará como ella, ni rasgará las cortinas como ella, salvajemente, pero con la suficiente prudencia para no lastimar el cuerpo de la otra que, llamándose Nikki, se dejaba hacer antes de desayunar sus cereales integrales, sin pensar que, en algún lugar del Amazonas, unos niños lloraban al ver los peces caer de las nubes.
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