Las mujeres solas necesitan el consuelo de toda una fauna de sexo online que alivie su ímpetu menopáusico. Los hombres que no aceptan sus cincuenta, desquiciados y con la boca trufada de chistes obscenos, viven para el porno de páginas gratuitas. La soledad es un mal necesario, tan profundo que suele concluir en alguna adicción irreparable.
Es generalizado el consumo de ansiolíticos, porque hay una necesidad de olvidar, inherente a nuestro desgaste con los hijos y con el trabajo. Pendientes de las ofertas del LIDL y del MediaMarkt, asumimos que rondar como zombis por los centros comerciales cada fin de semana es lo correcto y, en ese éxodo masivo, la prisa también nos corroe así como la preocupación constante por mantener un estatus que jamás nos hará felices del todo.
Algunas muchachas se operan los senos cuando cumplen los dieciocho y se observa en sus rostros de Lolita esa fiebre por el consumo, una insatisfacción por sobrevivir en un mundo que las prefiere como azafatas y presentadoras antes que como traductoras. Los ansiolíticos llenan algunos bolsos junto a los preservativos y los nuevos pintalabios de KIKO.
Todo tiene la apariencia de estresante. Todo lo que me rodea tiene vestigios de muerte sobrevenida, todo lo que como y bebo parece siliconado. Pero mejor vivir en esta ficción autodestructiva del porno, del bótox y de los antidepresivos. Mejor vivir aquí, aparcados en este paraíso artificial donde la poesía que leemos es la que nos brindan los anuncios de Opel y Coca-Cola. Mejor así que ver el envés de la calamidad y del sufrimiento. Mejor. Porque somos efímeros y uno ya no está para retos personales. Bastante tenemos con ir tirando.
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