domingo, 26 de febrero de 2017

Atópica, de Álvaro Giménez García: versos atópicos y personajes tópicos



 El poemario Atópica, galardonado con el Premio del XXVII Certamen Poético "Ángel Martínez Baigorri", es una reflexión irónica sobre la irracionalidad de muchas normas que imperan en nuestra sociedad actual.
  Publicado por el Ayuntamiento de Lodosa, el libro se caracteriza por su original forma de entender el fenómeno de la creación poética en el que la sátira y la ironía se convierten paradójicamente en formas lógicas de afrontar las injusticias, los abusos y ese universal hortera y chabacano que caracteriza a muchas de nuestras costumbres y rutinas.

"Es cosa de hombres entrar en bares de esquina,
fachada gris e interior cavernoso.
Es cosa de hombres anidar su barra,
quejándose de estos y aquellos,
liquidadores y manipuladores de su trabajo,
pero proveedores de una paga que funden con
el carajillo del día y el cigarro de la noche." (pág. 27)

Como refiere la escritora Luisa Pastor en el prólogo de la obra, los versos de Álvaro Giménez demuestran que existe una manera sincera, lejos del hermetismo y de actitudes egocéntricas, de relacionar el contenido emcional con una expresión en la que el humorismo es una propuesta franca y veraz de diagnosticar los males del mundo y sus convenciones.
"Para encuentros inevitables
como el de ayer,
el único analgésico
es el vacío de las sábanas
y las atronadoras palabras de tu silenciosa
despedida." (pág. 23).




La carnavalización de colectivos humanos convierte al sujeto de sus poemas en estereotipos hiperbólicos en los que la frustración y el autoengaño son razones para sobrevivir en una realidad mediatizada por los siete pecados capitales.



Otro aspecto relevante del poemario es la crítica a los tópicos literarios clásicos (carpe diem, vanitas vanitatis o tempus fugit) que inspira una mirada de desengaño hacia esa idealización de temas y mitos en la literatura que, desde el punto de vista del autor, adulteran nuestra propia naturaleza humana, resignada y pesimista.
Tras sus versos, no existe otra razón estética que desenmascarar la trágica condena de las apariencias con las que intentamos sobrevivir a nuestras propias miserias.

"Todo aparece con claridad ante ti ahora,
al notar la ausencia de aquella vida,
su futilidad.
Cuando te miras en el espejo
te percatas de que las imperfecciones que ves en él
no son suyas, sino tuyas.
Las ha creado el tiempo
en su peregrinaje por tu rostro
desde aquel atardecer en una playa dorada" (pág. 15).



Enhorabuena, Álvaro.
Leer más...

sábado, 11 de febrero de 2017

Leocadio, de Shel Silverstein, un cuento sobre la irracionalidad de la violencia

Traducido por Miguel Azaola, Leocadio, un león de armas tomar, es una fábula moral que busca la reflexión profunda sobre la irracionalidad de la violencia.
El ejercicio de Shel Silverstein articula una historia, aparentemente sencilla, en la que un león descubre por accidente el poder de un rifle para defender a los suyos del ataque continuo de los cazadores.

Con esa lógica del absurdo, valga la paradoja, que utiliza Saint- Exupéry en El Principito, el león protagonista se convierte en el actor de una fábula donde los roles de víctima y verdugo se invierten para revelarnos algunas de las miserias morales sobre las que se asientan muchas sociedades humanas; una mordaz crítica hacia la violencia como forma de colonización y hacia el capitalismo como motor de nuestra convivencia se desprende de ese tono humorístico que Leocadio expresa a lo largo de sus páginas.
Esa carnavalización del mundo a través de la visión de un mamífero de la sabana nos coloca ante una puesta en crisis de nuestros valores morales. Es el humorismo con el que se trata la muerte de hombres y animales lo que nos evoca un ansia de ternura hacia el entorno que simboliza la sabana, una metáfora de lo ajeno, de lo diferente, de lo virginal e intocable, como si en Leocadio y su hábitat viéramos la inocencia en su estado más puro e insondable, pero que tienta a esa insobornable inclinación del hombre a la destrucción.
La destrucción del medio es la autodestrucción del hombre y solamente la ironía descarnada pone en evidencia en el circo, en la caza y en la burocracia las razones suficientes para replantearnos qué clase de seres somos. El trazo de un dibujo esquemático enfatiza ese tono humorístico de la sucesión de anécdotas que construyen esta fábula, cuyo histrionismo va mucho más allá que un mero cuento para niños.


Leer más...

domingo, 5 de febrero de 2017

Atanasio Díe, el decadente y hermoso esplendor de la bohemia

Llego a Cádiz viernes por la mañana, muy temprano, y un amigo me informa de la muerte de Atanasio Díe, y, frente a la bocana del puerto, me quedo un rato esperando a que un coche me recoja, y, en ese tiempo, me pongo a imaginar cómo escribir un texto como el que sigue. 

Porque, misteriosamente, mi defensa ante este golpe no es otra cosa que una inclinación a la escritura, no el lamento de la ausencia. Ya he visto morir a demasiada gente y ya estoy harto de quedarme solamente con las sombrías hormas de los recuerdos.

Y ahora que reparo en la persona que se ha ido, me doy cuenta de la suerte que tiene alguien como Atanasio Díe. Hay demasiadas razones para no olvidarlo, para que el rastro de su obra no diste de su presencia silenciosa, emblemática, introvertida en ocasiones, que sumía su figura enjuta en un misterioso esplendor, donde la genialidad impetuosa se mezclaba con un aura de viejo profeta recién resucitado de Luces de bohemia.

Atanasio Díe era un hombre de teatro, un hombre que entendía el escenario como una tabla de salvación para su propia inquietud. Su teatro fue también la salvación para muchos jóvenes allá por los ochenta. A algunos de ellos, sus ensayos los sacó de la calle y les dio una oportunidad para aprender un texto literario e interpretarlo, alejándolos del puto mundo de las adicciones.

Recuerdo a Atanasio como un hombre que no hizo lo que otros muchos de su generación, aquellos que se forraron a costa de constructoras e inmobiliarias, o de puestos en Consellería. No, Atanasio apostó por vivir, y vivir, según él, era aquello que Artaud tantas veces escribió: el teatro como enfermedad.

Y así lo reconozco: Atanasio era un hombre enfermo de teatro. La grandilocuencia, el histrionismo y ese amor al esperpento de sus textos lo llevaron a crear diversas compañías, a rodearse de buenos amigos, a hacer de la cultura en nuestras calles una faceta reseñable y auténtica.

Esta ciudad le debe mucho a Atanasio Díe, porque fue un hombre que trabajó sin nada a cambio, para que, en Orihuela, el teatro fuese una actividad participativa, una militancia para los niños y para los adultos. 

A mis cuarenta años, ya no creo en el escepticismo. Existe la mala gente y la buena gente. Atanasio pertenece a los segundos.

Que, desde hace décadas, esta ciudad no haya cuidado a sus artistas locales es un problema sin solución; son estos artistas locales los que hacen de esta ciudad un espacio reconocible más allá de la Esquina del Pavo. Son estos artistas locales los que, sin que nos demos cuenta, se hacen, por sí solos, universales, porque, como Atanasio, son los artistas reservados, obsesivos con su tarea de crear, a los que le importa una mierda reconocimientos, ínfulas y títulos nobiliarios, los que se recuerdan desde el injusto anonimato de la muerte. 


Porque Atanasio se ha hecho universal desde su parquedad, desde su surrealismo irreverente, desde su pompa indómita, desde el fragor de cada uno de sus estrenos que guardaba meses y meses de duro ensayo.

Atanasio es un símbolo de esta ciudad porque su tesón y su talento siempre estuvieron junto al compromiso y a la participación de cada uno de nosotros. Se nos ha ido un grande, como se fueron otros tantos que situaron a Orihuela en el mapa. Atanasio pertenece a aquellos que han hecho a esta ciudad un referente de activismo cultural en tiempos de vacas flacas.


Yo, inmerso en la bruma de un Cádiz que hoy amanece con una llovizna estúpida, maldigo a los que te olviden. Dondequiera que estés, brinda por nosotros y vuelve a burlarte de la mala sombra, cráneo previlegiado. 




La imagen puede contener: 2 personas, personas sentadas y gafas
El director de teatro, Atanasio Díe, junto al profesor de griego, Atonio Ballesta./ Gaspar Poveda
Leer más...