Llego
a Cádiz viernes por la mañana, muy temprano, y un amigo me informa de la muerte
de Atanasio Díe, y, frente a la bocana del puerto, me quedo un rato esperando a
que un coche me recoja, y, en ese tiempo, me pongo a imaginar cómo escribir un
texto como el que sigue.
Porque, misteriosamente, mi defensa ante este golpe no
es otra cosa que una inclinación a la escritura, no el lamento de la ausencia. Ya
he visto morir a demasiada gente y ya estoy harto de quedarme solamente con las
sombrías hormas de los recuerdos.
Y
ahora que reparo en la persona que se ha ido, me doy cuenta de la suerte que
tiene alguien como Atanasio Díe. Hay demasiadas razones para no olvidarlo, para
que el rastro de su obra no diste de su presencia silenciosa, emblemática,
introvertida en ocasiones, que sumía su figura enjuta en un misterioso
esplendor, donde la genialidad impetuosa se mezclaba con un aura de viejo profeta
recién resucitado de Luces de bohemia.
Atanasio
Díe era un hombre de teatro, un hombre que entendía el escenario como una tabla
de salvación para su propia inquietud. Su teatro fue también la salvación para muchos
jóvenes allá por los ochenta. A algunos de ellos, sus ensayos los sacó de la
calle y les dio una oportunidad para aprender un texto literario e interpretarlo,
alejándolos del puto mundo de las adicciones.
Recuerdo
a Atanasio como un hombre que no hizo lo que otros muchos de su generación, aquellos
que se forraron a costa de constructoras e inmobiliarias, o de puestos en
Consellería. No, Atanasio apostó por vivir, y vivir, según él, era aquello que
Artaud tantas veces escribió: el teatro como enfermedad.
Y
así lo reconozco: Atanasio era un hombre enfermo de teatro. La grandilocuencia,
el histrionismo y ese amor al esperpento de sus textos lo llevaron a crear
diversas compañías, a rodearse de buenos amigos, a hacer de la cultura en nuestras
calles una faceta reseñable y auténtica.
Esta
ciudad le debe mucho a Atanasio Díe, porque fue un hombre que trabajó sin nada
a cambio, para que, en Orihuela, el teatro fuese una actividad participativa,
una militancia para los niños y para los adultos.
A mis cuarenta años, ya no
creo en el escepticismo. Existe la mala gente y la buena gente. Atanasio pertenece
a los segundos.
Que,
desde hace décadas, esta ciudad no haya cuidado a sus artistas locales es un
problema sin solución; son estos artistas locales los que hacen de esta ciudad
un espacio reconocible más allá de la Esquina del Pavo. Son estos artistas
locales los que, sin que nos demos cuenta, se hacen, por sí solos, universales, porque,
como Atanasio, son los artistas reservados, obsesivos con su tarea de crear, a
los que le importa una mierda reconocimientos, ínfulas y títulos nobiliarios, los que se recuerdan desde el injusto anonimato de la muerte.
Porque
Atanasio se ha hecho universal desde su parquedad, desde su surrealismo
irreverente, desde su pompa indómita, desde el fragor de cada uno de sus
estrenos que guardaba meses y meses de duro ensayo.
Atanasio
es un símbolo de esta ciudad porque su tesón y su talento siempre estuvieron
junto al compromiso y a la participación de cada uno de nosotros. Se nos ha ido
un grande, como se fueron otros tantos que situaron a Orihuela en el mapa. Atanasio
pertenece a aquellos que han hecho a esta ciudad un referente de activismo
cultural en tiempos de vacas flacas.
Yo,
inmerso en la bruma de un Cádiz que hoy amanece con una llovizna estúpida,
maldigo a los que te olviden. Dondequiera que estés, brinda por nosotros y
vuelve a burlarte de la mala sombra, cráneo previlegiado.
El director de teatro, Atanasio Díe, junto al profesor de griego, Atonio Ballesta./ Gaspar Poveda |
Magnífico Manolo
ResponderEliminar¡Maravilloso!
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ResponderEliminarMe emociona lo que dice y cómo lo dice.Un 10 para este magnífico escritor q desconozco.
ResponderEliminarGracias, un abrazo a ti. Gracias por leerme.
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