jueves, 28 de noviembre de 2013

A propósito de Oscar Wilde

Mi reseña en Historias para no dormir(se) sobre El fantasma de Canterville, y la importancia de llamarse Oscar Wilde.

Reseña | Fuente: Muñoz Grau

    El aura marginal, al mismo tiempo que espléndida, que rodea la figura de Wilde se nutre de una inédita excentricidad y de ese carácter rupturista con el mundo de las convenciones, reflejada en la talentosa versatilidad que su literatura nos comunica.

    Su obra, que comprende todos los géneros, madura una interpretación de la realidad que mueve a la ironía, a la vitalidad, sin ocultar una enconada elegía hacia la desolada espera de quienes lo comprendan. Su refinada formación, esa relación fructífera con el malditismo francés, sus viajes, y ese obsesivo impulso a escribir desde la fascinación, entendida como engaño, y desde un idilio (εἰδύλλιονque significa poema breve) con la sugestiva simbología de la muerte, configuraron una poética que explora la belleza de la palabra como trascendencia de la realidad; una realidad puritana que lo difamó, al condenar su homosexualidad como un imborrable estigma, recluyéndolo en prisión durante más de dos años, provocando el distanciamiento de sus hijos y de una esposa, Constance, que acabó por abandonarlo.

    Los personajes de Wilde, instruidos por una prosa exacerbada, a la vez que sosegada e intimista, encarnan esa sociedad de idealismos y de frustraciones que conformaba la propia sociedad británica que vino tras la Revolución Industrial y que fijó sus normas y prejuicios al amparo de la ortodoxia victoriana con la que Wilde no comulgó, porque vivió como quiso. Hasta donde la rectitud del poder le concedió.

   Aunque las obras de Wilde reparan en las conductas briosas, con empuje, e instintivas que revelan algunos seres humanos, detrás de ese significativo vitalismo, la rigidez de las convenciones frustra toda la creatividad y esa libérrima espontaneidad por agotar los días como si el espectro de la muerte nos apremiara. Así que El fantasma de Canterville representa, en un primer momento, por su ironía y por la burda representación de la modernidad americana, una metáfora del acabamiento de la tradición y del conservadurismo, una superación de los prejuicios y de las supersticiones, pero, por otro lado, en la decadente descripción del fantasma burlado y de su palaciego asilo, se vislumbra la crisis que acucia la modernidad: el desgaste de la genialidad y del individualismo cuando las masas soportan la rancia casta de un feudalismo que abusa aún de sus privilegios. La literatura de Wilde, su vida misma, simboliza la inútil alternativa que se resiste a morir en tiempos de recios cambios económicos y tecnológicos; el arte por el arte.

    Su figura ejemplariza por la abierta demostración del dandismo, por su probada e insinuante extroversión de pertenencia al mundo burgués, una vez que se comprende como superación de la fe de los ilustrados y de los credos victorianos, como celebración del individualismo y de una suspicaz intransigencia ante las costumbres.

    Porque su literatura define, con la antítesis de brillantez y decadentismo, una exaltación por la vida a expensas de una inquietante soledad interior que su existencia reflejó con escándalos públicos, con un exilio de indigencia y con un escarnio social, donde la literatura fue esa forma de escapismo en el diablo mundo que le concernía y que le había tocado vivir. Y la poesía; un trance vital más allá de la literatura.

    De hecho, su teatro, sus poemas y la prosa de El Fantasma de Canterville o de El retrato de Dorian Gray reflejan sobre todo el abandono, la persecución, el inconformismo innato que se necesita para resistir en el mundo que nos involucra. Lo que le queda al personaje, al escritor Wilde, a nosotros, es la sublimación de la discordia, de la recriminación y de la culpabilidad en el espejismo de la literatura, en su autenticidad de ardid, en su aparente forma de realidad para sobrevivir a la batahola de acusaciones que lo ultrajaron, a la incomprensión, en definitiva, de quien habría de morir en París en 1900, a los cuarenta y seis años, como un indigente.

El fantasma de Canterville no es Wilde

    Wilde es su literatura y el misterio que envuelve la relación del espectro con Virginia, durante ese paseo hasta el jardín de los muertos donde los almendros florecen definitivos, donde la muchacha reza ante una lápida. Actitudes y atmósferas semejantes a la convulsa insatisfacción que estimuló a Wilde a escribir; una inagotable pasión (patioren latín significa “padecer”) por encontrar la belleza en tantos motivos simbólicos que la evocación de la muerte impele. Poderosos por su melancolía, nos advierten de la sensibilidad frustrada del autor. Es una herida abierta, constante, insólita y marginal que refunda su escritura, su protesta y su salvación pese a su temprana muerte.

   El fantasma no pertenece a la morada de piedra de la estirpe de Otis. El fantasma es otro, seguramente, aquel prejuicio enconado que también resiste el paso del tiempo porque no se atreve a explorar la sutileza, la innovadora sensación de la desobediencia, quizá como amar la belleza inmersa en los cuerpos.
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¿Por qué recordar “Un tranvía llamado deseo”?

    Dudo de que Marlon Brando pertenezca al cine. Dudo de que Marlon Brando hiciera cine. Su adecuación de personaje y pulso al carácter psicológico enfrentado, contradictorio, de sus personajes, se descubre, con un iluminado Elia Kazan, en una de las obras fílmicas que, por su origen literario, desafía las fronteras de la interpretación dentro del estudio. Si añadimos, además, la metaforización del discurso que nos revela la inestable Blanche, encarnada por Vivien Leigh, considero que Un tranvía llamado deseo reproduce con voluntad lo que queda entre la enajenación y el determinismo de unos personajes confinados a no prosperar jamás.

    En la novela de Norman Mailer, Los desnudos y los muertos, los héroes se cuestionan la utilidad de la vida y de los ideales americanos; nada pasa desapercibido a la forma literaria que Kazan y Williams consideran en boca de sus personajes. El desengaño, la inutilidad de las creencias, el vigor del instinto, por ejemplo, acentúan la vacuidad de unas almas condenadas a ver pasar la vida. La textura en blanco y negro en Un tranvía llamado deseo simboliza la fuerza del carácter al mismo tiempo que la ensoñación y el regreso a un tiempo de nostalgia dentro del cine americano, con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo.

    La película de Elia Kazan, basada en la obra teatral de Tennessee Williams, describe dos problemas fundamentales de nuestras sociedades: la incomunicación y la autodestrucción provocada por la fantasía. La turbulencia y el carácter intranquilo y receloso que desprenden cada uno de los personajes, encarnados por Marlon Brando (Stanley), Vivien Leigh (Blanche) o Kim Hunter (Stelle), revelan esa violencia estructural que las clases más desfavorecidas preservan, en ocasiones, como mecanismo de defensa y de subsistencia, heredado de sus antepasados y fundido con una difícil realidad sin oportunidades.

  Solamente el personaje de Blanche, por su complejidad psicológica, introduce en la vida del matrimonio de Stanley y Stelle un halo de ensoñación, de ruptura momentánea con el mundo desgastado que el trabajo, las rutinas y las decepciones van minando en el espíritu emprendedor e ilusionante que debe motivar la autoestima del ser humano.

    Con una dirección magistral, el propio Kazan, sin renunciar a la proxémica teatral (dicción, gestualidad y juegos de intervenciones), nos descubre a un camaleónico Marlon Brando y nos redescubre a una olvidada Vivien Leigh que todo el público americano asociaba con Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó.


  Como en la mayor parte de las obras de Tennessee Williams, el problema de la incomunicación está lastrado por la rigidez de las estructuras sociales y convencionales; este problema justifica la falta de creatividad y de ilusionismo en el que los perfiles patológicos, que viven en realidades paralelas, no tienen cabida, pese a la sinceridad que revelan algunos de sus mensajes caóticos y preñados de metáforas. Basta atender al barroquizante lirismo de las intervenciones de Vivien Leigh donde la admisión de la fantasía es el declive de su mundo personal y sensitivo.

   Un tranvía llamado deseo inspira, bajo la sencillez de la puesta en escena, una prodigiosa intervención de roles y profundidades psicológicas que cualquier amante del cine conserva en su memoria para reinterpretar en este mundo dos conductas irreconciliables: la de los desnudos y la de los muertos.
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Misticismo y Modernidad

Mi reseña en Historias para no dormir(se) sobre las esculturas de Roberto Reula.

Escultura | Fuente: Roberto Reula                        Reseña | Fuente: Muñoz Grau

    Hace unos meses, casualmente, me quedé solo en la Sala de San Juan de Dios con las esculturas de Roberto Reula. De aquella estancia entre el abandono (pues iba sin mis hijos) y la ansiedad de las prisas que acometen los horarios, dispuse de un momento de esclarecimiento, no de iluminación (se requiere ayuno y rigor de costumbres), ante unas realidades que aún considero sobrecogedoras y que merecen unas palabras basadas no sólo en la concepción que Reula propone del espacio y de la figuración, sino en aquello, cuyo sentido es indescifrable, y que me conmovió.

    La escuela de Juan Muñoz o de Jaume Plensa tiene sus corrientes, sus ramificaciones, sus espejos y reversos, y, en el caso del artista madrileño, afincado en Orihuela, lo antropomórfico está tamizado por unos seres gargólicos, envejecidos, cuyos gabanes y desnudos aciertan con la podredumbre con la que está hecha la materia que condena nuestros cuerpos al paso corrosivo de los años. La carnalidad de sus esculturas frente al minimalismo de sus entornos nos introduce en esa paradoja entre instinto y automatismo en cada una de sus obras, premonición de unos tiempos recios que correrán en breve, si no es que corren ya.

    Sus hombres erosionados, bruñidos por la luz según las texturas, entumecidos, con un mirar entre complaciente y vacío, me adentraron en la sospecha de que el hombre sigue siendo una vez más una encrucijada en sí mismo, en su carnalidad y en el poder simbólico de sus gestos. No me quito de la cabeza al recordar algunas de aquellas esculturas ese aforismo apasionante al mismo tiempo que desapacible de Canetti: “Saben qué quieren. No son hombres de la oscuridad”. Y, sin embargo, a veces anuncian esa oscuridad, la que ocupa la soledad de sus cuerpos abocados al industrialismo de otras estructuras que se han construido para expresar la incertidumbre de estos días (si es que la incertidumbre pudiera expresarse).

    En las esculturas de Reula, sobre todo, aparece una conciencia humanista de mostrar en la escultura, el proceso de composición, la selección de materiales, la anatomía del escenario y la figura, en ocasiones descarnada, al mismo tiempo que el poderoso onirismo del resultado en conjunto. Esa evocación de la técnica empleada influye en el sentido contemplativo de sus figuras y en el trazado de acciones que ellos mismos dibujan en el aire. Son hombres avejentados que se mueven por el espacio con un aire de desentendimiento de la realidad, ocupados en una hazaña o absorbidos por un reflejo, por un objeto que les inquieta o por el propio vacío que acontece antes del precipicio.

    Las alas, los barros, lo marmóreo, el metal, la arcilla, el papel y el papel escrito, los cordajes, por ejemplo, son algunos de esos elementos telúricos, primigenios, que sostienen el simbolismo, la sugestión del espectador que se enfrenta ante un microespacio en el que un ser parece ocupar su tiempo en remontar la épica de una aventura que nosotros no podremos ejecutar, o en soportar la corrosiva tendencia al suicidio y a la soledad. Las maletas y los equipajes en algunas obras quedan al margen de las figuras dentro de ese espacio en blanco que es la propia sala donde yo aún sigo recordando que, en algún momento, he sido una de esas figuras obnubiladas, desafiantes y temerosas, las contemplativas sobre todo.

    Mientras tanto, la sombra cernida de una escultura mayor que el resto, con alas de murciélago, sobre una escalera, parecía vigilar, juzgar si me permite Reula, qué luz necesaria, qué perspectiva, qué vacío insondable sigue alojándose en el artista que recrea estos mundos insumisos y perplejos para que yo, a las 22:26 de un martes, escriba estas líneas sin saber aún por qué. Con mi camiseta de Hulk e indagando, así me pasó una vez con un cuadro de El Greco, cómo se consigue esa atmósfera de misticismo y modernidad. Gracias, Roberto.
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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Pálidas hojas que un niño recoge



    La luz es un presentimiento. No hay cosa o animal antes de la luz, ni pálidas hojas, ni esa agua que llora entre las rocas. Los álamos se vencen. No es la hora de los lobos, deja que lo susurre: "Raquel, la luz es un presentimiento y las pálidas hojas que ese niño recoge al fin".

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Auralaria: Luisa Pastor y Álvaro Giménez

   La labor silenciosa que el Grupo Auralaria lleva realizando con la literatura en su blog está basada en un gran conocimiento de las técnicas estéticas y en una sensibilidad interpretativa que se expresa en la sugestiva selección de autores que reinterpretan a través de sus montajes audiovisuales: Sylvia Plath, Paul Celan o Juana de Ibarbourou, entre otros.

   Integrado por Luisa Pastor y Álvaro Giménez, creadores y docentes de la asignatura de Literatura en Secundaria y Bachillerato, la plataforma digital de poesía escénica y visual que van completando, modificando y mejorando -con el paso de los meses- nos está permitiendo conocer nuevas lecturas intuitivas y emocionales de diversos textos literarios; sin duda, otra forma de analizar, investigar y comprender la carnalidad, la estructura y la complejidad de mundos sensitivos que relacionan la escritura con unas estéticas fluidas, intensas y dinámicas, donde fotografía, voz, interpretación y animación se convierten en un solo lenguaje, posible, con matices semánticos y metafóricos que lo alejan del mero virtuosismo tecnológico.

    El tratamiento textual que Luisa y Álvaro proponen tiene a la literatura, a su raíz simbólica, a sus connotaciones orales y chamánicas, como prioridad sobre lo tecnológico; así que su blog es otra forma de leer y escuchar lo literario, sin necesidad de una inflación de aplicaciones informáticas. La red y el montaje audiovisual son los canales que permiten sobre todo el predominio de la palabra en otro marco textual compositivo. La sensibilidad interpretativa y la selección de versos, así como la entonación o la fotografía, nos conducen, como en un fluir de la corriente, a la reflexión y a ese silencio expectante que queda después de la palabra. Enhorabuena.
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La realidad es insuficiente

El hombre grande es aquel que en medio de las muchedumbres mantiene la independencia de la soledad.
    Te elevas cuando la neblina se aposenta sobre los túmulos. No hay nadie en la parada del autobús, pero confías en que ella te esperará algún día en ese punto fijo. Te elevas cuando todo sucede sin el peso de la gravedad. La realidad es insuficiente, ¿verdad? Dímelo de nuevo. Despacio, muy despacio.
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Francis Bacon y El último tango en París

Mi reflexión en la revista electrónica Mecenas XXI sobre la película de Bertolucci, El último tango en París, y la influencia pictórica de Bacon.

Reflexiones | Fuente: MecenasXXI

     La película de Bertolucci, estrenada en 1972, nos introduce en un conocimiento psicológico de los personajes donde, paradójicamente, la humillación voluntaria, la resignación ante la pérdida del otro, la tendencia depresiva hasta la autodestrucción del individuo tienen un referente pictórico explícito ya en los créditos al inicio del film. El encuentro azaroso de los protagonistas y la voluntad de los encuentros sexuales sobre la tarima desnuda de los cuartos se convierten, lejos de cualquier reflexión paradigmática, en una metáfora de la incomunicación como forma de sublimación de la racionalidad y de cualquier clase de convención social.

    La influencia pictórica de Bacon se asume en la película como una modalidad expresiva que rompe con cualquier concesión a una trama definida y meditada en la elaboración del discurso narrativo. La estética de la incomunicación se convierte en un más allá de lo comunicable cuando la invención de los pasados, la agresividad, la vacuidad de los diálogos, el instinto carnal, el grito exploran márgenes donde lo indefinible comunica ahora más que cualquier lógica discursiva.

    Los lienzos de Bacon declaran una lucha inherente al ser humano entre la racionalidad de las convenciones socioculturales y una búsqueda hacia la comprensión de la propia existencia a través de pulsiones instintivas, aparentemente reprimidas: la promiscuidad, el desequilibrio emocional, la tentación del suicidio, la voluntad del asesinato o la obsesiva compulsión de la persecución. Esa temática, más allá del significado lingüístico, es la que predomina en la obra de Bertolucci. Parece que los dos estetas fueran conscientes del desarrollo eufemístico de los actuales lenguajes políticos, religiosos y académicos que son incapaces de enfrentarse al tabú de todos aquellos estímulos, pensamientos, emociones y conductas que son inherentes al ser humano: la lucha por la territorialidad, el sexo efímero, la decadencia de los agrupamientos sociales y de las estructuras políticas, la proxémica como una forma de comunicación verosímil, el canibalismo y la sustitución de las creencias por la ejecución de los ritos, entre otros.

   La estructura fragmentaria de la película que reconocemos en la frecuencia de primeros planos y planos detalle se asemeja a la visión poliédrica al mismo tiempo que difusa de los personajes baconianos. En la película, rara vez hay amplitud de espacios, sobre todo cuando los interiores, como los que observamos en Bacon, nos conducen a escenarios sin determinación geográfica o topográfica, con un cromatismo áspero y terroso, cuya desnudez no está exenta de una arquitectura laberíntica y claustrofóbica: la habitación alquilada, los baños, el salón de baile o los escuetos cuartos del motel.

   Sabemos que es París por acción directa del director, pero puede ser cualquier lugar, mejor dicho, es el lugar donde quienes habitan reconstruyen un espacio adánico al mismo tiempo que mefistofélico, lleno de virtualidades, de incertidumbres, de falsos asideros, donde el sexo es el único lenguaje que les devuelve constantemente a la realidad convencional.

    Lo objetual también incide en esa opacidad de rostros y en esa indefinición expresionista de los perfiles. Todo es confuso; la fragmentación es casi pulverización o desintegración de la carnalidad en la estética de Bacon. Los vidrios esmerilados y translúcidos, los espejos rotos, un abrigo o un sombrero en el suelo, los silencios, las conversaciones espontáneas y sarcásticas, una navaja, un revólver en los bolsillos, tranvías y funiculares que recorren París -sin que el espectador conozca su destino- refuerzan esa analogía entre lo fílmico y lo pictórico.

   En esa búsqueda de la asimetría como una forma de intuir la pudrición, la visceralidad y la crudeza de los cuerpos, la acción de la pintura del mexicano José Luis Cuevas cobra relevancia formal y semántica; sus lienzos se adscriben a esa misma tendencia de aprehensión de la realidad -que hallamos en Bacon- como un lugar que es tan solo el punto de partida de una serie de exploraciones que multiplican la complejidad del mundo, pues lo desgajan, lo fragmentan, lo recomponen creando nuevas figuraciones, percepciones versátiles que nuestro ojo reconoce como espacios indómitos, insólitos e irreverentes, a la vez que hipnóticos. Así sucede en la mayor parte de los retratos de Cuevas, donde la fisicalidad es propiamente psicológica: la derrota, la muerte, la decadencia de la vejez y la enfermedad son constantes míticas en su obra que arrostra también los cambios culturales de unas sociedades que parecen no recuperar sus rasgos identitarios.

    Asimismo, podemos atisbar esa mezcolanza de texturas pictóricas (arena, papel amate u óleo) y de asimetrías estructurales a la hora de enfrentarse a los conceptos en muchos de los lienzos del también mexicano Francisco Toledo, especialmente en sus exposiciones y libros comoInsectario o Zoología fantástica. Sus bestiarios reflejan la visión de un mundo extinguido, en el que el hombre ha perdido todo rango de civilidad para ser devuelto a ese origen de celebración y de caos que es la naturaleza en su sentido adánico.

   Nuevamente la impronta de Bacon seduce a creador y a observador: esqueletos, escamas de serpiente, quijadas y roedores son fragmentaciones de una realidad que profundiza en la esencialidad de una naturaleza vasta, por explorar, invadida por un hombre que no ha percibido la simbología de lo que expresa cada elemento: el artista es un chamán que advierte de esa irracionalidad que consolida el mundo real y no queda exento el pensamiento de Bacon cuando, en los márgenes del cieno, tras la disgregación de los elementos, tras su colisión en el lienzo, tras la ruptura de las ortodoxias, no queda más que el hombre.

    Esta reflexión a partir de los motivos fílmicos de Bertolucci junto a los de Bacon nos conduce a una red de analogías, donde la pintura mexicana absorbe la retórica de unos discursos fragmentarios y rupturistas con las convenciones de unos entornos desarrollados tecnológicamente, pero que insisten en el olvido de la autenticidad, negando la severidad de los instintos.
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martes, 26 de noviembre de 2013

La noche también es blanca, de M. Baldrich

Escribir.

Escribir para contarlo.

Escribir para que se conozca
”.

   La Editorial Miret arriesga con una obra que se mueve entre el melodrama, la autobiografía y el ensayo de divulgación, con aspectos formales significativos que podríamos destacar dentro un mercado literario saturado por el historicismo y la ficción de mundos alternativos.

    "La noche también es blanca" parece cumplir los requisitos de un relato autobiográfico con tintes neorrománticos subrayados, donde el mundo de la adolescencia queda bien reflejado al principio de la obra con el enamoramiento de los dos protagonistas: Maite y Nico. La ruptura de la pareja motivada por la presión familiar de la joven supone un silencio de varios años en la vida de ambos.

    Sin embargo, se produce el reencuentro cuando Maite revisa los intensos sentimientos que escribió en su diario de la adolescencia y una llamada telefónica la arrastra al complejo mundo que ahora Nico representa; una esquizofrenia aguda ha derrotado al héroe que simbolizaba aquel novio de su juventud. A partir de ese encuentro, Maite, con una vida ordenada y estable, con marido e hijos, se involucra en una ardua tarea; quiere recuperar a aquel Nico del que estuvo siempre enamorada y, al mismo tiempo, no puede evitar que aquellos sentimientos que parecían relegados al olvido retornen con más fuerza, poniendo en crisis, todo el rigor de creencias y convicciones en los que ella se ha instalado.

    La prosa de Montse Baldrich peca de sentimentalismo que quizá está justificado cuando sabemos que la historia es verdadera y, por tanto, esperanzadora, pero sobre todo traumática. La intencionalidad de Baldrich no es construir una obra literaria eficaz desde el punto de vista técnico, sino ayudar, desde la confesión de sus propios sentimientos, a aquellas parejas y familiares que se encuentran en la difícil situación de convivir con enfermos de esquizofrenia y que sienten en ocasiones la impotencia, como la protagonista de la historia, de no poder contribuir a una mejora significativa de estos enfermos.

    Al margen de la efusividad y de un uso excesivo del patetismo en algunos pasajes, la historia tiene fuerza, carnadura y emotividad para explicar que la recuperación, la normalización y la socialización de una enfermedad como la esquizofrenia son posibles. En este caso, la autora refiere el amor como fuerza que cambia el mundo.

   Sin embargo, pese a esta reafirmación del tópico a lo largo del relato, al lector no le pasa desapercibido que son el esfuerzo por desdramatizar los síntomas de la patología, la compañía, las terapias médicas adecuadas, la conversación continua, por ejemplo, algunas de las estrategias que logran que Nico empiece de nuevo a vivir.


La noche también es blanca, de Montse Baldrich.
Barcelona, Editorial Miret, 2011. 
Fuente: Muñoz Grau
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Palabras que mudan

Entra a la luz
    Ella ha inclinado su cabeza y la luz ha absorbido el resto de sus contornos. Las palabras, que mudan el sentido de las cosas, son insuficientes para permanecer en este árido espacio, imperturbable, junto a ella. No hay palabras para describir la ausencia de quien se oculta tras "ella", tras la luz.



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Escritores y filósofos censurados

Mi reseña en Mundiario sobre el ensayo Galería de los invisibles, de Gonzalo Muñoz Barallobre y Carlos Javier González Serrano. Ediciones Xorki, 2012.

Reseña | Fuente: Mundiario

    No es suficiente que esta reseña se traduzca como un mero análisis de un libro de ensayo, sino como una forma de pensamiento que comporta una forma de acción. En estos tiempos no bastan las acciones organizadas, las denuncias públicas y mediáticas, sino que necesitamos hombres y mujeres de pensamiento. La derrota de las decisiones y de las estrategias políticas se produce cuando se carecen de ideas, de ideas que produzcan esas alternativas necesarias para los cambios sociales. Galería de los invisibles es una forma de interpretar la realidad a partir del lenguaje filosófico y de un patrón de elaboración discursiva que rompe con ensayos de divulgación meramente historicistas y llenos de tópicos.

   La compilación de ensayos que representa Galería de los invisibles se basa en la revisión epistemológica de pensadores que la tradición historicista ha marginado por diversas razones ideológicas y pedagógicas, cometiendo errores significativos al no considerar la trascendencia interpretativa de estos filósofos. Nicolás Gómez Dávila, Stefan George, Omar Jayyam o los hermanos James son algunos de las referencias estudiadas, analizando, además, el contexto temporal y político que han subyugado sus reflexiones. Se explica desde esas constantes la exclusión de estos filósofos y escritores de la mayor parte de los estudios generales del pensamiento.

   Con un notable tono divulgativo, sin restar rigor a los análisis, los textos resumen el pensamiento filosófico de cada uno de estos referentes, sin profundizar en la anécdota o en el amarillismo. La omisión de estos pensadores se razona objetivamente desde estudios, epístolas y datos contextuales que revelan que la visión de las ideas está sujeta a una tradición filosófica que necesita una revisión histórica y la incorporación de nuevas voces que injustamente han sido relegadas al olvido.

   Destacaría la trayectoria profesional de los ensayistas que conforman esta Galería de los invisibles (Gonzalo Muñoz, Rebeca García Nieto, Damián Serrano, Manuel Pérez, entre otros) como si de invisibles hombres y mujeres de pensamiento también se trataran. Invisibles que evocan sin tibieza la contundente razón que abriga la elección de estos escritores y filósofos desaparecidos de los libros de texto.

    La invisibilidad se convierte en este trabajo, de Ediciones Xorki, es una forma de reivindicar el pensamiento como un género literario fundamental para poner en crisis los valores pseudomorales que está soportando durante demasiado tiempo Occidente. Escribe José Miguel Marinas en el Prólogo: “Para que haya obra y maestro y transmisión hace falta comenzar por la sencilla y honda tarea del reconocimiento. (…) quien piensa y escribe lo hace por algo, o a veces alguien, le llama, y así nos parece que es mejor, que es un quehacer más despojado de adherencias egoístas, perturbaciones, ensoñaciones que Kant llamaba Schwermerei”. (pág. 12).
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"La memoria del cuervo" en De lectura Obligada

Entrevista en De lectura Obligada sobre mi novela de terror La memoria del cuervo, la literatura juvenil y el estado de la literatura en la Vega Baja.



Entrevista | Fuente: De lectura Obligada
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Hijos y viudas

El silencio de la discapacidad que pasa a nuestro lado


    No sabría cómo explicarlo y las metáforas, en este caso, son insuficientes. No sabría explicar cómo administran su vida esas madres, viudas en muchos casos, que pasean con sus hijos adolescentes con discapacidad (algunos con dolencias muy graves).

    Veo viveza en la mirada de esas madres y también veo el cansancio en las comisuras que rodean sus ojos. Y no sabría más que decir, pero necesitaba escribirlo y resolver esa angustiosa sensación que me produce saber que la adversidad, el azar de los acontecimientos y la prosperidad de los suyos deben ser durísimas y, sin embargo, cogen de la mano a sus hijos y, a trompicones, caminan entre nosotros.

    Yo las distingo enseguida por su escasez de gestos, por su silencio al pasar, por un ritual preciso de satisfacción y de renuncia a todo en la forma de fruncir sus labios. Y sus vidas son distintas a la mía, con una mayor intensidad, basada en la incertidumbre, pensando en la orfandad de sus hijos cuando ellas ya no existan, pero es esa intensa manera de responder a los acontecimientos, a la indefensión de quienes las abrazan con un amor desgraciado, las que me ayudan a vivir la belleza de lo mínimo, de cada minuto.

    Son las heroínas de nuestro tiempo. Y otros, mientras tanto, aquellos que prometieron las ayudas y los que ahora aplican las reformas siguen jodiendo su dura e increíble existencia.
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Reminiscencias de otro mundo

    Antes que la palabra, el símbolo. Lo que sucede en el mundo es un relato maldito de los dioses. Necesitamos la literatura para regresar al símbolo. La literatura es lo no escrito, lo no dicho, lo que sugiere ese temblor indescriptible de alzar la voz en un papel y evocar otro mundo, solo, para nosotros y verdadero.

La posada del Caballo del Alba, autorretrato de Leonora Carrington
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Recuperación de la novela morisca y bizantina

Mi reseña en Mundiario sobre la novela La predicción del astrólogo, de Teo Palacios
Barcelona. Ediciones B, 2012.
Reseña | Fuente: Mundiario

    Considero que la significativa moda por leer algunos géneros, como es el caso de la narrativa histórica, no solamente se mueve por estrategias comerciales, sino también por una necesidad colectiva de recuperar una realidad perdida, pues el lector necesita evadirse de estos tiempos que corren frustrantes y sin esperanza.

    Teo Palacios y su novela La predicción del astrólogo (Ediciones B, Barcelona, 2012) forman parte de esa corriente que, desde hace más de una década, se cultiva en nuestro país con notable éxito, como síntoma de esa decepción moral ante una realidad emponzoñada, y además, en el caso del autor sevillano, porque la narrativa histórica es un espacio de investigación donde la escritura se torna en una forma de conocimiento, en una revisión consciente de vidas ajenas que la tradición histórico- literaria ha mitificado: “Antes de que el sol comenzara a declinar, el campo de batalla había quedado en silencio, roto solo por los gritos aislados de algún triunfador o los quejidos de alguno de los moribundos. Algunos cuervos ya se acercaban para participar del festín. (…) Aquella noche comenzó el saqueo de las granjas y las aldeas cercanas. Pero Abu al-Qasim no llegó a verlo” (pág. 39).

    La novela de Palacios es fiel al género histórico, pero no hay atisbos de calco anglosajón. Su novela se caracteriza por su mezcolanza de discursos y tradiciones narrativas, y esa intención es un acierto en la construcción textual. Su manierismo, sus idealizaciones, sus diálogos, desde el primer momento, están dirigidos al entretenimiento, a lúcidas aventuras que se acomodan a esa tradición de novela morisca y bizantina con un trasunto histórico inspirado en la vida de Al-Mutamid, último emir de la Taifa de Sevilla. Amores y rituales de lucha reconcilian al hombre con su tiempo y al lector con ese tiempo idealizado que construye el escritor.

    La novela no es una biografía ficcionada, sino que la vida del emir es el pre-texto que nos introduce en relaciones más complejas entre personajes secundarios. El trabajo de documentación está perfectamente asimilado por la estructura literaria sin que haya espesas digresiones y extensas diatribas enciclopédicas sobre las intrincadas luchas entre cristianos, almohades y almorávides. Porque la novela presenta las características propias de la novela de aventuras sin renunciar al melodrama, a la novela de fatídicos amores, donde los roles de héroes y antihéroes están bien diferenciados: “Ibn Ammar no replicó, ni siquiera parpadeó ante la réplica y la falta de respeto que le dedicaba el hijo de su enemigo. Se limitó a mirar fijamente a al-Mutammid, que clavaba sus ojos en él al mismo tiempo (…) Cuando el rumor de las cadenas se apagó, al-Mutammid volvió a centrar su atención en el matemático, dejando de lado a Abu-Becr, que rechinaba los dientes”. (pág. 383).

   Destacaría, además, el cambio de voz narrativa en su Cuarta Parte para romper con la omnisciencia del escritor y dotar de mayor protagonismo a la novela de personajes. La agilidad de las secuencias de acción es otra de las características estructurales de notable consistencia. Las transiciones entre las secuencias están perfectamente solapadas y las acciones son ágiles porque Palacios intenta crear múltiples lances y hazañas en varios tiempos a la vez. Quizá, en ocasiones, abusa de ese recurso, omitiendo momentos y espacios que son necesarios analizar con mayor detenimiento, pero cierto es que el relato gana mayor fluidez y dinamismo para multiplicar las acciones en pocas páginas.

    Los personajes femeninos atraen porque responden a esa investigación del género que Cervantes introdujo ya dentro de su narrativa inmensa; son mujeres idealizadas, etéreas, por un lado. Sin embargo, su poder de seducción y de convencimiento se traduce por acciones determinantes, fustigadoras, que se imponen al juicio de los hombres: “Ibn-Abdun no pudo esperar a que llegara la medianoche. Paseaba entre los guijarros desde la puesta de sol, o se sentaba en alguna roca para, poco después, levantarse y caminar hasta el tronco de un árbol cercano (…), esperando la llegada de Naylaa, la niña que se había convertido en mujer, la amiga que había dejado en su interior la semilla de una mirada grabada a fuego que volvía a encontrar tantos años después” (pág- 148).

    La profundidad psicológica de los personajes históricos no es la motivación de la novela, sino el relato de una época en la que los actores se incorporan para ser víctimas y héroes al mismo tiempo. Quizá es la característica que más asemeja La predicción del astrólogo a la narrativa de Follet o de Berling: la fascinación por el tiempo histórico frente a la reflexión psicológica sobre esa época y sobre quienes sobrevivieron a ella. Lo novedoso es, para quien escribe, esa fidelización a la tradición de la narrativa bizantina así como la ambientación de la historia en una época poco investigada literariamente.

   Palacios no es pretencioso, aunque a veces su lenguaje lo parece por su predecible ornamento, pero esas metáforas son coherentes con el idilio entre los héroes y los personajes femeninos, contribuyendo a la atmósfera de evasión que procura su escritura: “Al- Mutammid se acercó con delicadeza a la mujer que amaba, le tomó la mano que tenía sumergida en el agua, y, uno a uno, sorbió el agua que se escurría de sus dedos. Pero ella siguió en silencio”. (pág. 259).

    El mundo del ajedrez, lo onírico, la matemática, la traición, los amores intensos y frustrados, las batallas y la ciudad como espacio versátil y lleno de vida son algunos de los tópicos que inciden en ese acertado exotismo. La predicción del astrólogo recupera un idealismo necesario para sobrevivir a los estragos de lo contemporáneo: “Los abuelos de mis abuelos eran los dueños del desierto” (pág. 507).

Enhorabuena, Teo.
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La mala educación

Mi artículo en Mundiario sobre los libros de texto y otros demonios que nos rodean.

Artículo | Fuente: Mundiario

    Muchos docentes sabemos, desde hace años, que las cosas se podrían haber hecho de otra forma para frenar el fracaso escolar y sin tanto coste económico. Algunos de nosotros protestamos por entonces sin que ni siquiera los sindicatos atendieran a nuestras peticiones. Las editoriales (que conozco bien) han marcado las directrices de la normativa educativa y una gran parte de los docentes, de la Privada y la Pública, se han acomodado a gestionar sus clases desde el cumplimiento riguroso de cada epígrafe del libro de texto.

    La libertad de cátedra y la flexibilidad del Currículo parecen haber desaparecido de las aulas, donde el profesor se siente programado, automatizado y con las mismas funciones de un burócrata a la hora de trabajar sobre informes y programaciones que no repercuten en la mejora de los alumnos.

    Cursos de renovación pedagógica, idiomas, nuevas licenciaturas o masters, doctorados no han sido evaluados con objetividad ni incentivados económicamente, salvo por la inercia de los sexenios y de un número específico de créditos. La falta de una promoción interna y de un reconocimiento a la competencia en la formación de los profesores ha condicionado la devaluación del prestigio social que el ejercicio de la docencia necesita. Las editoriales trabajan en una ingente producción de libros de texto y de materiales, algunos de gran utilidad, pero que no satisfacen las necesidades educativas de la gran diversidad de alumnos que encontramos en las aulas de la Educación Pública y, además, no pueden suplir la metodología práctica, investigativa y dinámica que actualmente necesita un profesor.

    Por esta razón, pese a las leyes educativas, los libros de texto han seguido marcando la marcha de las aulas con un rigor que ha contagiado a las familias, pensando que el aprendizaje está relacionado con el número de lecciones impartidas y por la cantidad de deberes para casa.

  Quizá, ahora, en estos momentos de recortes, donde mediáticamente se ha atacado al funcionariado docente, necesitamos, con los escasos recursos que disponemos, plantearnos algunos aspectos de nuestros métodos de trabajo. Necesitamos reclamar a las administraciones y a los sindicatos una nueva forma de gestionar los recursos así como cambios en los modelos de impartir clase, lejos de los libros de texto, preparando nuestros propios materiales, buscando una mayor creatividad y un mayor realismo en los contenidos que transmitimos.
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lunes, 25 de noviembre de 2013

El pernicioso uso de la palabra “herramienta”

Los problemas sociales son problemas de lenguaje


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    Desde hace unos años, psicopedagogos, docentes, políticos y sociólogos usan la palabra “herramienta” como una solución a un problema, no se refieren al término en su significado instrumental. Parece que el hecho de nombrarla, de nombrarla redundantemente en plataformas mediáticas, en másteres universitarios o cursos de formación, por ejemplo, implicara la solución por arte de birlibirloque.

    Es hasta ridículo como en la legislación docente el abuso de esta palabra asociada a las nuevas tecnologías o a los recursos nos hace creer que las “herramientas” pueden solventar los problemas metodológicos, la escasez de recursos y el fracaso escolar. En el discurso político es frecuente su uso como sinónimo de “negociación” o “intermediación” hasta que, finalmente, comprobamos que la inflación de su uso no soluciona nada porque su uso correcto es el que se aproxima a “destornillador”, “martillo” o “púa” porque, como se lee en el Diccionario de la RAE, “herramienta”, en todas sus acepciones, no implica ni “medio”, ni “solución”, ni “fin” de nada. 

   Aunque parezca baladí, los problemas sociales son problemas de lenguaje y el mal uso de palabras como “herramienta”, “diálogo social”, “tolerancia”, “agentes sociales”, “bienestar”, “ciudadanía” está prendiendo en discursos de responsabilidad educativa y política donde parece solucionarse todo por el mero hecho de invocar la palabra (algo así como el “Hágase la Luz”), pero, lejos de la realidad, estos discursos nos dejan en la estacada. ¡Si Heidegger y Platón levantaran la cabeza!
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Un momento de descanso

Mi reseña en Presunto Magazine sobre la novela Un momento de descanso, Antonio Orejudo.
Reseña | Fuente: Presunto Magazine

     Al igual que en otros textos del autor, la novela de Orejudo es una crítica demoledora a varios pilares fundamentales que los escritos sobre la posmodernidad han ido asentando como válidos resortes de la prosperidad y del progreso: el cientificismo, la contracultura y la universidad como lugar de encuentro de poses y endogamias con una moral claramente derogada de antemano.

    A través de un perdedor congénito, como el profesor Cifuentes, el narrador revela la decadencia moral de una sociedad que vive en la superficie de las afecciones, donde la frivolidad de los sentimientos y la culpa son un lastre insignificante para apurar los placeres de los días. Así, Orejudo, con una trabajada estructura, que maneja diferentes voces y espacios, articula un discurso narrativo dinámico y autosuficiente que capta enseguida nuestra atención. La diversidad de acciones y obsesiones del protagonista sobre las hormigas, sobre la probada infidelidad de su mujer, o las controvertidas opiniones que le merecen las aspiraciones vitales de su hijo Edgar constituyen un mundo tortuoso, desvalido, que roza la demencia en Cifuentes, dentro de un contexto universitario, de presumida racionalidad y ortodoxia.

    La estructura de la novela parece sencilla, pero no es así; nuestro autor calibra muy bien los tiempos, la tensión de los personajes y sus encrucijadas para relatar la historia de un profesor mediocre, incapaz de aspirar a las grandezas de un espíritu predestinado al humanismo, y de un sinfín de secundarios, acólitos de las perturbadas desventuras de este especialista en Pemán. Recluido en su propio fracaso, el profesor Cifuentes se caracteriza por su hastío, por una incomprendida ética que, en modo alguno, corresponde a los entresijos de las corruptelas que la universidad ha ido trabando desde el franquismo hasta nuestros días.

   Al igual que Eduardo Mendoza, las vicisitudes académicas se ubican en un género típicamente detectivesco, no exento del sarcasmo y de una fina ironía que necesita usar la exageración y escenas del absurdo para operar en ese placer de una lectura amable, al mismo tiempo que despiadada con sus protagonistas y el mundo que los rodea. Los retazos de autobiografía, los flash-backs, que incardinan los recuerdos de los personajes con las desventuras pormenorizadas del acomplejado Cifuentes, colocan la narrativa de Orejudo en una tradición literaria que explora en el episodio, en la anécdota y en la omisión del adjetivo, la farsa de nuestras universidades y de su intelectualidad, como también el cuadro cómico y la vanguardia de Poncela o De Laiglesia.

    Lo que le queda a Cifuentes, después de su fracaso académico y sentimental como esposo y padre, es revelar la corrupción de la universidad, a la que tanto debe y que tanto le ha hecho sufrir, o vender por fin su alma al diablo y ponerse el mundo por montera.
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Pinturas de la frontera

   La realidad es una resonancia. Lo que percibimos existe en cuanto que es prendido en nuestra retina, incluido en la sonoridad o en el silencio que nos asisten, o recordado en ocasiones con emoción o visceralidad. Lo que ya no se cuestiona en los lienzos de Roberto Ferrández es qué diferencia realidad de la interpretación de la misma.

    El contenido lírico de su obra, más allá del aparente realismo de su lenguaje, consiente un mundo que concibe otras realidades que nos colocan en la frontera con lo impronunciable, confirmando en las perspectivas de sus cuadros la indistinción inútil entre lo que es verdad en el mundo y lo que es verdad en el arte.

   Si bien la impronta de sus geografías no es ajena a nuestro entorno, hay un alcance simbólico que resta a lo sensitivo su carácter imitativo y las cosas se convierten entonces en un momento vivencial que nos traspasa y nos induce a una reflexión no expresable a través de las palabras. El realismo es un accidente en sus lienzos, lo que queda después de esa realidad prendida es la profunda invocación a otros espacios de la mente, a otras inexactas presencias, a sentimientos de celebración o de desamparo producidos en el alumbramiento de cada trazo.

Atardece en París. Óleo por Roberto Ferrández

    Su sorda sonoridad, la vibrante pulsión de luz y la reconstrucción de objetos y relieves nos aquietan, olvidan esa necesidad continua de descifrar qué somos o qué es cuando nos colocamos ante un lienzo. No contemplamos un cuadro en esta ocasión, somos la sustancia del cuadro, un segmento que late nuevamente a través de esa resonancia de realidades alguna vez recorridas. Ya no hay entonces separación entre lo imaginado en sus telas y lo experimentado en nuestras rutinas.

    Quienes hemos sido testigos tantos años del trance creador en el que Roberto Ferrández se sumerge a la hora de pintar sabemos que su lenguaje no está exento de una continua reflexión sobre la propia transformación de la realidad a través de la composición estética, buscando con ansiedad referencias múltiples que la ilustren (Goya, Velázquez, Golucho o Antonio López), así que finalmente sus trabajos, pese a su realismo azaroso, fluyen en nosotros tras un recogimiento tenaz, una actitud extática, pero tortuosa por su exigencia personal hacia la necesidad de comunicarnos un más allá; un más allá de los paisajes urbanos y de esos escenarios telúricos consumidos por la luz o por la inquietante umbría que rezuma de la amenaza crepuscular.

   Cada una de sus telas sostiene aquella creencia fatal, al mismo tiempo que hipnótica, que repetían los ebrios personajes de Malcom Lowry: “(…) tenía de repente la sensación de fluir como un río eterno; (…) era como si estuviese al borde de una iluminación”.
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Cuaderno de los trujimanes

Mi reseña en Travelarte sobre el Cuaderno de los trujimanes, de Manel Alonso. Germania, 2012.

"La poesía de Alonso alcanza así vislumbres de un lenguaje que teme la vida porque, en la vida, coexisten voracidad y génesis"

Reseña | Fuente: Travelarte

   La trayectoria poética de Manel Alonso ha consolidado una literatura en valenciano caracterizada por su progresiva evolución estilística y temática reconocibles, acorde a una influencia notable del modernismo y de las vanguardias catalanas, e indudablemente a una reflexión de las luces y las sombras que emergen de una existencia personal incomunicable, salvo a través del accidente de la creación poética. Su nueva antología, Cuaderno de los trujimanes, traducida al castellano, recoge una selección de sus poemas escritos durante la década que va desde el 2002 al 2012.

    En su comienzo se nos revela ya la asimilación de imágenes sensitivas fundadas sobre todo en dos constantes temáticas: el cuerpo como un microcosmos inexplorado y el paisaje localista, inconfundible, del entorno mediterráneo como un universal simbólico, pues el comportamiento de la fauna y las texturas de la vegetación procuran un canto elegiaco referido a la dicha del pasado y a la decadencia del presente; en verdad, una decadencia que se torna en decadentismo, en una estética de ruptura con la belleza clasicista para descifrar qué oculta lo físico y sus perfiles de podredumbre: “Ladra en la casa el desasosiego./ El galope de un jinete se escucha/ tan cerca que me golpea desde dentro”. (pág. 49).

   Y, sin embargo, en esa podredumbre, sostenida en el tiempo, coexiste la pudrición con la necesidad del deseo, atávico y perpetuo: “Me miro y veo un animal frágil que me devuelve la mirada./ Con las manos protejo mi desnudez de nácar y marfil/ El recuerdo de una cita me llena de lujuria el pecho,/ paciente, invoco un cuerpo que me tome, / que me arrastre y me posea (…)” (pág. 47). 

   Por lo demás, queda así en cada uno de sus poemas, no la visión costumbrista de una descripción preciosista o elegante de los entornos, sino que trasciende ese localismo para dotar a la celebración del pasado de una esencialidad universal. Ahí arraiga la voz intransferible de su poética: los relieves que le asombran desde su infancia son símbolos de eclosión de vida, de senectud, de claudicación para cualquiera de nosotros: “El agua, después de enlabiarse por toda la orografía,/ caía en hilos de caudalosas gotas, cristalinas y pesadas/ perdiéndose en lugares inhóspitos donde se malograban/ las migajas del placer y la vida era de un gris letárgico y obtuso” (pág. 63). Subyace un panteísmo necesario por cuanto la inefabilidad del lenguaje, lo inconcluso de nuestra experiencia, la mitificación de los ídolos y su declive, concurren en la concreción de la piedra, en el fluir constante de los arroyos, en la eternidad de las sierras calizas, de los arrasados gredales: “Entre los esqueletos negros de los árboles,/ los matojos como corales de azabache/ y las piedras y peñas tiznadas, / he buscado la omnipotente presencia del maligno,/ los espectros de los pecadores sufriendo eterno calvario, (…)” (pág. 35). 

    No hay manierismo para conceder al paisaje su tópico de locus amoenus, sino que en el espacio se confunde la vida y la catástrofe. El presentismo es una desgracia porque es efímero, el pasado es constancia de vida no sentida, de ausencia insalvable y ahí comienza el sufrimiento. Los territorios, por desgracia, preservan ese estigma. El poeta se aleja del fauvismo y sus ojos se giran al objeto, pero, como en Dickinson, menoscabando el vacío, la nada que nos sostiene en su aparente plenitud contemplada.

   Las virtualidades significativas del cuerpo se convierten asimismo en un lugar de recogimiento, embrionario, eugenético, lejos de la ruindad y del derrumbe de las rutinas; de hecho, las manos, los labios, el sexo febril y los ojos adquieren también esa esencialidad (como en el paisaje) en el que no reposa el alma, sino la carnalidad. La materia, no el alma, es fuente de la descripción del dolor y de toda zozobra. “El amor no es una cadena, que son unas alas;/ una mirada tan solo, un silencio los sostiene,/ un beso lo eleva, un abrazo/ lo consume, lo alimenta” (pág. 71). Queda prendida en todos estos versos sobre la diversificación del amor -desde su goce hasta sus excrecencias- esas líneas imborrables de María Zambrano: “El hombre, para ser, tiene que asimilarse, así como para pervivir en la realidad tiene que asimilarla. Al asimilarse, se asimila a alguien.”

   No hay una ferviente espiritualidad a la hora de profundizar en el cuerpo; allí no se aloja cualquier creencia ni el ánima que ha de comprender la realidad, sino el deseo instintivo, las purulencias de los sentidos y su compensación cuando el sexo es invocado: “Estrépito de imágenes que llenan el suelo con los restos/ de los besos, de los abrazos, de los orgasmos./ Vuelve a ladrar el desasosiego./ Agotado, invoco la guerra contra el caos” (pág. 49). No hay elevación idealizada de lo físico, sino constancia de su compulsión y de su progresivo envejecimiento, porque así el cuerpo se funde con ese paisaje definido, tangible, pero inscrito en la memoria del universo, aún caótico, con su infinita duración, con sus convocatorias de desastres y pulsiones que provocan el alumbramiento de la vida, también la enfermedad y la muerte: “Estamos inmersos en un mundo/ que da vueltas sobre sí mismo, que da vueltas sobre un punto de luz, y cada día es un volver a empezar/ y cada año es un volver a empezar, de la mañana a la noche, (…)” (pág. 105).

    La poesía de Alonso alcanza así vislumbres de un lenguaje que teme la vida porque, en la vida, coexisten voracidad y génesis, pero solamente a través del lenguaje, este poeta reconoce que, pese al temor, el amor de los cuerpos olvida ese pesimismo y remonta las quebradas, desaloja los intrincados matorrales, absorbe la luz enojosa y respira al final sin miedo.
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Que dure este umbral


    La escritura es una brecha. Ella aguarda en el umbral. Echa de menos la voz del padre. No ha vuelto al huerto de almendros. Allí se almorzaba sobre las doce mientras ardían los túmulos de estiércol. La escritura es una brecha. Ojalá la noche durase lo que este recuerdo.



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El regreso a los orígenes o un poemario

Mi reseña en Mundiario sobre El idioma secreto, de María José Ferrada. Kalandraka.
Premio de poesía para niños (Ciudad de Orihuela), 2012.

Reseña | Fuente: Mundiario

    El escritor Edmon Jabès en su Libro de las Preguntas aseguraba que el primer día que escribió su nombre en el colegio sabía que había comenzado a escribir un libro. La infancia como espacio originario donde toda plenitud acontece como reciente, inesperada y aparentemente eterna es un recurso que la poetisa chilena María José Ferrada ha explorado en su nueva obra El idioma secreto, Premio de poesía para niños (Ciudad de Orihuela) 2012, editada por Faktoría K de Libros (Kalandraka).

    Con un tono elegíaco, las palabras de la abuela, en un chamánico soliloquio, prenden en la memoria de una voz que recuerda la sabiduría y la belleza genesiaca de los ancestros: “El idioma secreto me lo enseñó mi abuela./ Y es un idioma que nombra las plantas de tomate, la harina, los botones./ Un día me llamó./ Me dijo que antes de que la muerte se la llevara quería entregarme algo./ Mi herencia era una caja de galletas con ovillos de lana y boletas de ferretería”. (pág. 5). Lo que contribuye a ese idilio entre el mensaje de la abuela y el recuerdo entrañable que la poetisa reproduce es el valor genesiaco que germina en palabras, versos y referentes de una hipnótica simbología, que son cultivados con misterio e imaginativa lucidez en la infancia. Las palabras dichas y heredadas por la anciana son aquellas que pertenecen a un mundo primigenio, a un origen fulgurante donde lo que sabemos parece haber surgido de la nada como una exhalación espontánea y fecunda: “Todos los vendedores del mundo pasaban por casa. / Y a veces comprábamos uno o dos tesoros./ recuerdo especialmente al vendedor de castañas,/ al vendedor de moras./ Al vendedor de leña y su secreto de humo”. (pág. 19).

   María José Ferrada selecciona rasgos emotivos de acciones y objetos que, por su cromatismo y su significado, adquieren un valor poético intenso, sobre todo intenso, sin necesidad de abusar del artificio: “castañas”, “cajas”, “telas de araña”, “migajas”, “botones”, “canasto”, “morera”. Su verso blanco, con un ritmo cadente, con una musicalidad aparentemente espontánea, propia de la canción popular, abastece ese elogio a los ancestros, y al mismo tiempo, a esa palabraepifánica que alumbra el mundo por primera vez ante los ojos de una niña. La revelación simbólica del mundo en boca de la abuela excusa la severa realidad con metáforas propias del acervo atávico que la tribu engendra con el principio del mundo: “Cuando mi padre nació,/ mi abuela bordó para él una pequeña explicación de la vida./ Llegas al mundo un día./ Te abrigarán las flores y los pájaros” (pág. 34). El idioma secreto es una enseñanza inspirada en las costumbres que la abuela invoca y que la poetisa transcribe a través de esas palabras guardadas en el interior de una caja de galletas, para que el lector, cualquier lector, pueda revivir la infancia como ese nombre donde comienza el libro de nuestra existencia: “Y con ellas/ hice mi habitación en el mundo” (pág. 53).

    Las ilustraciones de Zuzanna Celej reconocen el alumbramiento de los poemas de Ferrada. Ese alumbramiento nos retorna al origen del mundo. El tamiz ocre en alguna de las ilustraciones, las texturas sutiles, a veces difuminadas, donde destaca la intensidad de un amarillo crepuscular, junto a los animales y los objetos, nos involucran en esa pérdida de lo que fuimos. Reconocemos esa pérdida misma donde vibra aún el esplendor de unas palabras que no regresarán, pero que estamos obligados a recordar para sobrevivir.
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viernes, 22 de noviembre de 2013

Akira, Dragon Head y Gantz

Mi análisis sobre el apocalipsis en los cómics japoneses, publicado en la revista Alkaid y en la revista Laraña.



"Aproximaciones a un discurso tecnológico 
en el cómic japonés: 
Akira, Dragon Head y Gantz"



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Una novela infantil sobre el Ratoncito Pérez

Mi reseña en Mundiario sobre Rútindel, de Dámaris Navarro. Edebé.

Reseña | Fuente: Mundiario

    La lectura en Edebé de Rútindel, escrita por Dámaris Navarro, nos permite reflexionar sobre el imaginario infantil que el escritor recupera en su madurez, cuando su intención es celebrar las dichas de la infancia y cuando el trabajo literario no está orientado solamente al entretenimiento del niño.

   En el caso de esta novela, ese imaginario infantil está inspirado en una de las tradiciones folclóricas más populares en nuestro país que es la venida del Ratoncito Pérez cuando el niño va perdiendo sus dientes de leche.

    Santi, el protagonista, incumple la regla más importante para todos los ratones de Rútindel, pues está despierto y curioseando cuando el ratoncito se afana en recoger el diente y sustituirlo por un merecido obsequio. A partir de este lance inteligente, la autora, como si de un viaje de Gulliver se tratara, desarrolla una historia dentro de otras historias. El hecho de que Santi haya sido confinado en Rútindel por sorprender a uno de los ratoncitos en su trabajo nocturno desemboca en otras biografías y aventuras.

    Propongo la analogía con Gulliver porque nada es inocente ni aparente en ese viaje; el mundo de los secretos da paso a un escenario de monstruos que se alojan al otro lado del espejo, a poderes y jerarquías que olvidaron pensar como niños, a micromundos dentro de una ciudad que desarrollan su propia vida.

    La amistad sincera para los ratoncitos de Rútindel y para Santi se convierte en una llave maestra para vencer los miedos y superar los obstáculos. Esta moralizante enjundia vale tanto para niños como para adultos: “Siguiendo las instrucciones del guardia, se sentó sobre el gorrión y se agarró con fuerza a su plumaje. Los dos pájaros izaron al vuelo. A Santi le pareció que se dirigían a la cumbre de la montaña, donde estaba edificio de las banderas. Pero lo único que le interesaba en esos momentos era encontrar a su amigo” (pág. 141).

    El lenguaje que emplea Dámaris Navarro no está exento de una cuidadosa elaboración, de un minucioso trabajo de taller donde la precisión léxica, la frase corta y la variedad de vocabulario buscan la complicidad de ese lector maduro, además del lector niño: “Torpón, con movimientos rápidos y una sonrisa pícara en la cara, sacó de su bolsillo un puñado de muñequitos de cuerda de apenas dos centímetros de alto. Se trataba de seis o siete ratas de plástico con un largo y horrendo rabo” (pág. 100).

    Lo que atrae de Rútindel es esa elocuente idea por la que la autora apuesta al enriquecer el trasunto del folclore a través de una historia de aventuras donde se construye un crisol de intereses complejos -que es lo que precisamente confiere ese atractivo para el público adulto- entre ratones, ratas y la picardía espontánea de los niños, como es el juicio al que se somete Santi o la descripción de un mundo autónomo con una propia organización social, la propia ciudad de Rútindel.

   A veces, las categorías y clasificaciones impuestas por editoriales como novela juvenil, infantil, cuento o álbum marginan el contenido, la calidad de estilo y la universalidad de lectores que adivinan algunos trabajos tan elaborados como Rútindel.

    A veces, aún tenemos la esperanza de regresar a la infancia de Santi, cuando tantas cosas eran posibles como esa ternura del dragón, como ese viaje junto a Torpón en busca de la realidad a la que asoman los desencantamientos: “Cuando el ratón terminó de bajar por la tubería, echó a correr y se perdió entre la gente de la calle” (p. 169).
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El mundo de Juan Carlos Onetti

Mi reseña en Letralia sobre El viaje a la ficción, de Mario Vargas Llosa. Alfaguara, 2008.

Reseña | Fuente: Letralia

    Seguramente son muchas las palabras que arrastran su horma de tabú, aunque en verdad describan objetivamente fenómenos políticos recurrentes en las actuales sociedades que van erosionando la fe en las instituciones democráticas: demagogia, populismo, apología, por ejemplo.

    Cuando uno atraviesa el umbral de los significados conceptuales y convencionales, se encuentra con la definitiva semántica de las palabras; precisamente el sinsentido y el retorno a lo atávico como instintivos impulsos hacia la supervivencia. Lo que heredamos no es la memoria de las palabras, sino la pulsión de su malditismo que yugula cualquier defensa moralista del sujeto.

    La apología de la violencia más visceral y acérrima convierte a los personajes de Onetti en posibilidades conductuales que admiten la irracionalidad congénita como un rasgo humano que ha de sobrevivirnos. De hecho, se intuye que es el único mecanismo de supervivencia mal que pese al filósofo o al pedagogo. En efecto, el ensayo de Vargas Llosa disecciona unas novelas que reflejan la apocalíptica decadencia de los valores culturalmente racionalistas que deberían caracterizar a entelequias occidentales tan politizadas como “posmodernidad”, “igualdad”, “tolerancia”, “interculturalidad” o “globalización”.

    Sucede en Onetti, como en el caso de la narrativa de Vargas Llosa, que la ligazón entre pericia de los personajes y discurso narrativo está tan cohesionada que difícilmente la obra de ficción deja algún resquicio para la incredulidad, sino que la verosimilitud de las radiografías de los actores es inmanente a la propia realidad sensitiva y contextual, más allá incluso de las páginas. Así la verdad de la novela tiende a ser verdad en el mundo. Lo que existe en realidad es el hombre en su remota indeterminación a pesar del discurso demagógico de las instituciones, leyes y ortodoxias.

    La construcción del relato de Onetti está arraigada en una trama que se dispersa voluntariamente en multitud de encuentros, delaciones y asesinatos, porque la determinación de la voluntad es el mal, no el paradigma de las bondades sacramentales. Difícilmente es entendible que las epopeyas de Onetti no sean una analogía de las épicas políticas, pseudodemocráticas y dictatoriales de Hispanoamérica; pero, como enfatiza Vargas Llosa, Onetti no es un escritor de juicios universales, sino de costumbres, de short stories tipificadas en su propio universo desarraigado, afín a la novela negra y al versículo folletinesco. No hay necesidad de trasladar los espacios expresionistas, humosos y lúgubres, o las conductas depresivas de los incautos a un paradigma interpretativo nacional o internacional. Lo que Onetti o Vargas Llosa, sin embargo, parecen ocultar es que, para el lector, ese ejercicio es, por desgracia, automático, incluso indispensable para comprender, desde lo particular, las deficiencias estructurales de las presuntas democracias contemporáneas.

    En los márgenes de este debate político y literario, el ensayo de Vargas Llosa incide además en la hollada lectura y relectura de Faulkner, en quien Onetti atisbó la metodología para superar la normalización de un lenguaje narrativo que sucumbía inconscientemente a la linealidad, a la delimitación de patrones textuales (descriptivos, narrativos y dialógicos) y a estereotipos de conducta a veces excesivamente psicoanalizados.

   Como en las novelas de Vargas Llosa, la influencia de Faulkner desprende esa especificidad narratológica que El pozo, Juntacadáveres o El astillero representan hacia localismos verdaderamente insustituibles: la alteración temporal, la ruptura de diálogos y la simultaneidad de acciones contribuyen a la arquitectura narrativa de Onetti, que verdaderamente se adapta a las convulsiones y marejadas que representan las voluntades torcidas de sus personajes al margen de su status.

    Después de los años, todavía sobreviven, en cada uno de mis actos, mi experiencia enfermiza como lector de Onetti: las humeantes carcasas de los prostíbulos y de las tascas portuarias, atrapando hombres cosidos a cicatrices, pero lejos aún de estar acabados.
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Se llama Pablo

Estudia en la pública y es campeón nacional de Matemáticas.

    El alumno de 1º de ESO Pablo Gómez Toribio, del IES Thader de Orihuela (Alicante) ha obtenido el 1º premio a nivel nacional en el XX Concurso Canguro Matemático, compitiendo frente a un total de 3.914 alumnos en dicho nivel.

    Este concurso, desde ESO a Bachillerato, se viene celebrando desde hace 20 años en gran parte de Europa con el objetivo de fomentar el interés por las Matemáticas, y contó en 2012 con más de 6 millones de participantes en todo el continente.

    Pablo Gómez estudia en un instituto público de la ciudad de Orihuela donde son numerosos los campeones nacionales de Olimpíadas en Matemáticas y de Física. La comunidad educativa del IES Thader, en general, y el Departamento de Matemáticas, en particular, desea mostrar su reconocimiento al interés y esfuerzo mostrados por Pablo en torno a las Matemáticas. Una buena noticia en momentos tan duros dentro de la enseñanza pública para reconocer el trabajo de este alumno y el de sus formadores.
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