El oriolano Manuel García debutó como novelista con un relato fantástico, escrito en valenciano, dirigido al lector infantil (La colla del brosquil, Edicions Brosquil, valencia, 2008). Le siguió La memoria del Cuervo(Ediciones Codex, Orihuela, 2011) y recientemente ha publicado en la editorial Germanía su tercera novela corta, Rostros de tiza, dirigida -como la anterior- al lector adolescente y acompañada de una propuesta didáctica para los alumnos de Secundaria.
Esta nueva obra está elaborada con un lenguaje complejo, pleno de matices poéticos y una trama singular con denso ambiente y propia atmósfera Por eso también es apta para el lector adulto y exigente. Está estructurada en cuatro partes tituladas, cada una de ellas fragmentadas a su vez en brevísimos capítulos numerados, algunos de los cuales, por su intenso lirismo y su tono minimalista podrían leerse aisladamente como prosas poéticas. En la primera parte, el autor nos presenta a los personajes principales, un grupo de jóvenes noctámbulos que hacen botellón, frecuentan las discotecas, coquetean con las drogas y viven al límite en un mundo lleno de temores, sueños e incertidumbres. La muerte de Adrián en un accidente de moto, desencadena la trama En la segunda parte, la más compleja y extensa de las cuatro, Elena, que ha dejado de trapichear para El Erizo –un siniestro macarra ex convicto- se siente culpable de la muerte de su hermano, ya que este se montó en la moto sin casco porque ella se lo escondió después de una discusión. Se siente vacía en un contexto de relaciones falsas, pero encuentra apoyo sincero en Carlos, amigo íntimo del difunto Adrián. Se enamora de él y es correspondida; pero Carlos sale con Mónica, una chica celosa y pendenciera que vive en un clima de violencia familiar y además mantiene al mismo tiempo una interesada relación con El Erizo. En un encuentro nocturno en la playa, Carlos y Elena se aman, pero ella sigue atormentada por los remordimientos y temores y decide marcharse de la triste atmósfera cotidiana que la oprime. En la tercera parte, Elena desaparece durante un tiempo. Se intensifica la soledad y la deriva de los personajes y aumenta la violencia, siempre elidida o descrita con sucinta eficacia. Carlos no puede olvidar a Elena, y Mónica lo sabe y se muestra celosa. Su madre también la añora y no puede olvidar la muerte de Adrián. Siente que sus hijos son el fracaso de una vida de sacrificios. Mas en la cuarta y última parte, Elena le escribe una carta a su madre desde Nueva York, ciudad en la que vive. A partir de aquí la novela se desliza hacia un final esperanzado con una dosis de sorpresa.
Reseña | Fuente: Muñoz Grau |
Rostros de tiza trasciende los tópicos relacionados con la adolescencia y lo hace con un marcado estilo de afilada y tersa prosa. El lenguaje es lírico, vigoroso, preciso, y los acontecimientos se suceden con un dinamismo cinematográfico. Destacables son las continuas elipsis utilizadas por el autor para crear una atmósfera tensa y misteriosa. Conocemos los hechos a través de un narrador omnisciente y en tiempo presente -exceptuando algunos flash-back-, lo que produce un efecto de inmediatez y fría objetividad. Por otra parte, los personajes tienen relieve, incluido el inquietante hombre del abrigo que aparece fugazmente a lo largo de la novela y cuyo sentido nos es revelado en el párrafo final. Conmovedor es el diálogo que mantiene con la madre de Elena en el cementerio (pp.46 y 47). Carlos y Elena no desentonan en el papel de protagonistas, si bien él resulta un tanto encorsetado en su bondad y sensatez y Ella es a veces algo melodramática. El Erizo resulta creíble en su maldad, y aunque Mónica representa el estereotipo de joven descarriada, expresa con mucha autenticidad el odio, la inseguridad y la incomunicación, mientras que la madre de Elena destaca por su serena lucidez y abnegación.
Sin embargo, llama la atención que los personajes utilicen un lenguaje muy correcto, poco propenso a las jergas juveniles. Escasean los tacos, las interjecciones y las frases hechas. Los diálogos de los más jóvenes tienen la rotunda ingenuidad de la inmadurez, pero son profundos y elaborados. No obstante, y aquí se muestra el talento del autor, resultan verosímiles.
Rostros de tiza refleja el conflicto entre los afectos y la crueldad de los adolescentes. Es lo que llama Manuel García “la conciencia del límite”, característica de toda su obra. Por otra parte, las imágenes crepusculares tienen una gran intensidad lírica y se suceden fulgurantes a lo largo del relato. Destaca por su plasticidad la combinación de claroscuros: las ricas tonalidades de la luz de los atardeceres y la umbría espesa y asfixiante de las escenas nocturnas (“Las brasas se apagaron. El humo plomizo se mezclaba con la incipiente calina”,p.35. “El sol templa el frío y Elena espera a que él salga del agua. La oscuridad los fundirá luego en una sola materia, acechados por el haz de luz de un faro que jamás han alcanzado a pie”, p.41). Aquí no podemos pasar por alto el magnífico complemento que supone para el texto las ilustraciones de Roberto Ferrández.
En Rostros de tiza hay también una atmósfera onírica. Ejemplos: la visión apocalíptica de la carretera agrietada por la que El Erizo y Mónica persiguen al chaval (pp.24 y 25) o el momento en que Carlos y Elena recuerdan la aparición en la playa de una tortuga marina (pp.38 y 39). En el escenario realista hay un trasfondo inquietante, espectral, lleno de símbolos, metáforas e imágenes visionarias (“Más allá del cerco, sobre húmedas aceras, sin poder esperar en la negrura, duermen los leopardos”, p.24. “Pero Mónica ya no sueña con el mar ni con la belleza de los ahogados. Sueña con perros flacos atropellados y con escaparates luminosos donde se ofertan, a mitad de precio, botas de ante”, p.45. “Después del último trago, lo besa por compasión y recuerda con ansiedad el barco hundido lejos del faro, el rostro machacado de su madre y que un reflejo de mujer derrotada la acecha siempre a través de los espejos”, p.64). Aunque el autor evita la ostentación culturalista y el adorno trivial, huye de la novela juvenil estandarizada y apuesta, como en La memoria del cuervo, por una compleja red de referentes literarios, musicales (la música tecno y los planos de los video-clips) y cinematográficos que asoman con profusa naturalidad, sin pedanterías. El título mismo está influido por una frase que, en la novela Confesiones del estafador Félix Krull, Thomas Mann emplea para describir el rostro de las prostitutas. Esta metáfora, que ilustra el frágil mundo de la adolescencia, también aparece en un célebre poema de Charles Bukowski. Asimismo escuchamos ecos de las novelas negras clásicas, de los textos desgarrados de Jack Kerouac y los escritores de la Beat Generation, así como de los novelistas de la llamada Generación X, como Ray Loriga o José Ángel Mañas, que causaron furor entre los lectores jóvenes de hace veinte años. En la última parte también hay reminiscencias de los poemas neoyorkinos de García Lorca y de José Hierro.
En La memoria del cuervo, Manuel García demostró que puede escribir para adolescentes sin renunciar a un estilo –el suyo- rico y singular y a una trama imaginativa y repleta de referencias cultas. Rostros de tiza sigue la línea de su antecesora con un lenguaje más depurado y preciso y una mayor complejidad narrativa.
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