Uno de los excesos de la postmodernidad ha sido la frivolización con la que se han tratado determinados conceptos, entre ellos, el “malditismo” en poesía. La comercialización de la marginalidad, o de la supuesta marginalidad, para rentabilizar el consumo de determinados objetos del arte ha condenado a un silencio mediático la autenticidad de voces que, como en el caso del poeta José Luis Zerón, han seguido con una actividad frenética en su búsqueda de nuevas formas de expresión simbólica y en una evolución temática, lejos del triunfalismo y la notoriedad de concursos; glorias efímeras en suplementos culturales. ¿Por qué no decirlo?
La presencia de un autor como José Luis Zerón Huguet dentro de las poéticas de nuestro país, a lo largo de estas dos últimas décadas, supone la constatación de una pulsión constantemente renovadora, con influencias heterodoxas que abarcan desde la mística de pensamientos filosóficos y religiosos hasta la renovación poética postromántica de Trakl.
Me ha reconocido el propio creador en más de una ocasión, durante largas conversaciones, que la escritura adolece de esa satisfacción plena que presupone expresar lo que uno quiere para describir con suma precisión los procesos que incurren en el mundo. Y desde su primer poemario, Solumbre, queda constatado, allá por los noventa.
La escritura se comprime, adquiere escasas significancias ante la complejidad del mundo cuando las palabras intentan confluir en ese hostigador proceso de mímesis y superación de la mímesis de todo lo que percibimos. Por tanto, los poemas de Solumbre (1993) o Frondas (1999) surgen de esa frustración continua de soportar la gravedad de la realidad, su desbordamiento, frente a una escritura que continuamente desafía los límites de la significación, que escruta el mundo desde el barroquismo para contener esa imposición sensorial, extensa e indómita, que claudica en el propio paisaje donde también se ha iniciado. En sus poemarios, por tanto, el lector descubre la naturaleza como un enigma del lenguaje, del lenguaje-mundo, una encrucijada que incita al acatamiento. ¿Qué acatamiento? Sin dudarlo, el de los presocráticos; somos destrucción y génesis al mismo tiempo. Un fluir que acaba y empieza, que transcurre. Y así es el tono de sus versos como podemos leer en este inédito:
Palabras para unos versos de Goethe
Si al contemplar naturaleza
siempre uno y todo se aprecian
y nada vivo es uno,
siempre es muchos,
qué fungibles entonces los sueños del hombre
y qué inútil mi conciencia
y mis ansias sembradas de preguntas.
Si nada hay dentro, nada hay fuera
porque lo que está dentro, está fuera,
¿por qué me siento condenado a errar
en la telaraña del enigma?
Si soy conciencia expansiva,¿por qué este ser mío
Aprendió a decir yo soy
y a sentir el vértigo de su propia identidad?
¿Si he de disfrutar de la apariencia ciertay del grave juego
de eternidades e infinitos,
por qué vivo para ser humillado
por la materia y el espíritu?
Por esta razón, el simbolismo ha sido una constante expresiva en la estética de José Luis Zerón, que vislumbramos además en Ante el umbral (2009), un poemario de madurez que supone un punto de inflexión en la trayectoria del autor, seguramente tan importante en su carácter literario como en su pulsión vital. Porque los versos de Ante el umbral toman conciencia de la devastación, de la abrasión y de la implosión de la materia como una forma vivificadora de comprender la propia vida, con sus luces y con sus sombras. El poeta ha aceptado la inutilidad de la escritura y el hermetismo de obras anteriores, sugestivo y polisémico, se traduce ahora en unas imágenes más acordes con la exactitud de los referentes y lo que simbolizan; la consolidación de una subordinación mística y mixtificadora entre mundo y palabra, entre accidente y adjetivo, entre el objeto y la sustancia de los nombres.
SE han derramado los caminos en mis ojos
desfallecidos en el terrible anhelo
de mezclar el todo con la nada.
Se han encontrado desierto y selva
en el cenit de la mirada; la luz camina
sobre el polvo y la sed se entrega al arroyo.
En cada latido y en cada ruina
hace nido la extrañeza.
Mis palabras nunca alcanzarán
lo que ven mis ojos; siempre habrá
una carencia en las alas del lenguaje
y un exceso en la plenitud de la mirada
A diferencia de unas tendencias marcadas desde finales de los ochenta, tras los postnovísimos, la poesía española se ha debatido en un nominalismo que ha dividido a los autores, movidos por intereses políticos en muchas de las ocasiones, sin percatarse de la pérdida paulatina de lectores: el ejercicio poético es desafortunado e inclemente, y está más cerca de la transgresión y del libertinaje que de una pose ideológica ante el mundo. El poeta oriolano se ha mantenido en esa distancia suficiente que exige el compromiso social, al que no ha faltado, y el halago mediático e institucional, del que siempre se h mostrado esquivo.
Porque la militancia poética de Zerón ha estado al margen de esas corrientes y su poesía ha configurado, en estos años, un imaginario propio, diferente a esas tendencias que dominaron los noventa, con unos símbolos perennes y con un lenguaje salmódico que rechaza la afectación y el yo, como se pudo comprobar en su visionario conjunto de poemas de El vuelo en la jaula (2004), anterior aAnte el umbral.
Después de un trabajo arduo de depuración formal, se logra una descripción metafórica del paisaje de nuestro entorno, pero con otra amplitud semántica; lejos del sobrecogimiento de lo que irradia el mundo, el existencialismo arraiga en estos versos como una necesidad reflexiva de un poeta que indaga en la noche, en la pudrición del vergel, en los márgenes de las charcas y en los efectos lumínicos del crepúsculo, no desde una perspectiva metafórica solamente, sino como confirmación de que la sustancia del paisaje, su intemporalidad, donde conviven la muerte y la vida constantemente, nos sobrevive, nos asombra y también nos fagocita; y en ese reconocimiento radica la autenticidad. Esta temática prevalece en algunos de los poemas de Ante el umbral:
Aprende a coitar con lo lúgubre,
más no sucumbas al encanto
de la desolación.
La plenitud de un demiurgo
te espera en la región de las fuentes;
Bastará con que te entregues al abrazo
inefable de la luz.
Prepárate para el combate del último sueño.
Las raíces hablarán de todas las fiestas efímeras
Y el fuego borrará tus huellas en el laberinto.
Vuelvo a releer algunos de los versos de Ante el umbral e intuyo esa latencia destructiva que el poeta ha experimentado para crear un discurso literario que concentra su técnica en el arraigo de un mundo propio, sin ambages, donde el paisaje, su paisaje, es una estructura del lenguaje.
A partir de El vuelo en la jaula o Ante el umbral no tiene sentido analizar la poesía de Zerón desde forma y contenido. Su poesía arrastra resonancias de un paisaje literario único porque es el mundo que ha elaborado el creador acatando la limitación de los significados y explorando, con cada uno de sus anteriores poemarios, la eficacia de sus símbolos, de sus connotaciones; ya no hay intentos de recrear -a través del lenguaje- lo que percibe, sino que sus poemas ya son continuas resonancias de sus versos, de sus poemas, de su progresión estética desde que lo conociera hace veinte años. Ha creado un mundo propio.
Zerón remite a su mundo literario y su literatura se proyecta hacia una ya concebida y otra que habrá de emerger. Esa investigación de su ritmo versátil, de su cadencia, rotunda como su antítesis, es inherente a las razones caóticas que permiten la existencia de todo lo que vive. De hecho, su poesía vive por razones caóticas que, con pasión enfermiza, el flujo del tiempo le ha permitido escribir por suerte para nosotros. Suerte, maestro.
ESTUPENDO MANUEL GARCÍA
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