La realidad es una resonancia. Lo que percibimos existe en cuanto que es prendido en nuestra retina, incluido en la sonoridad o en el silencio que nos asisten, o recordado en ocasiones con emoción o visceralidad. Lo que ya no se cuestiona en los lienzos de Roberto Ferrández es qué diferencia realidad de la interpretación de la misma.
El contenido lírico de su obra, más allá del aparente realismo de su lenguaje, consiente un mundo que concibe otras realidades que nos colocan en la frontera con lo impronunciable, confirmando en las perspectivas de sus cuadros la indistinción inútil entre lo que es verdad en el mundo y lo que es verdad en el arte.
Si bien la impronta de sus geografías no es ajena a nuestro entorno, hay un alcance simbólico que resta a lo sensitivo su carácter imitativo y las cosas se convierten entonces en un momento vivencial que nos traspasa y nos induce a una reflexión no expresable a través de las palabras. El realismo es un accidente en sus lienzos, lo que queda después de esa realidad prendida es la profunda invocación a otros espacios de la mente, a otras inexactas presencias, a sentimientos de celebración o de desamparo producidos en el alumbramiento de cada trazo.
Atardece en París. Óleo por Roberto Ferrández |
Su sorda sonoridad, la vibrante pulsión de luz y la reconstrucción de objetos y relieves nos aquietan, olvidan esa necesidad continua de descifrar qué somos o qué es cuando nos colocamos ante un lienzo. No contemplamos un cuadro en esta ocasión, somos la sustancia del cuadro, un segmento que late nuevamente a través de esa resonancia de realidades alguna vez recorridas. Ya no hay entonces separación entre lo imaginado en sus telas y lo experimentado en nuestras rutinas.
Quienes hemos sido testigos tantos años del trance creador en el que Roberto Ferrández se sumerge a la hora de pintar sabemos que su lenguaje no está exento de una continua reflexión sobre la propia transformación de la realidad a través de la composición estética, buscando con ansiedad referencias múltiples que la ilustren (Goya, Velázquez, Golucho o Antonio López), así que finalmente sus trabajos, pese a su realismo azaroso, fluyen en nosotros tras un recogimiento tenaz, una actitud extática, pero tortuosa por su exigencia personal hacia la necesidad de comunicarnos un más allá; un más allá de los paisajes urbanos y de esos escenarios telúricos consumidos por la luz o por la inquietante umbría que rezuma de la amenaza crepuscular.
Cada una de sus telas sostiene aquella creencia fatal, al mismo tiempo que hipnótica, que repetían los ebrios personajes de Malcom Lowry: “(…) tenía de repente la sensación de fluir como un río eterno; (…) era como si estuviese al borde de una iluminación”.
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