jueves, 28 de noviembre de 2013

A propósito de Oscar Wilde

Mi reseña en Historias para no dormir(se) sobre El fantasma de Canterville, y la importancia de llamarse Oscar Wilde.

Reseña | Fuente: Muñoz Grau

    El aura marginal, al mismo tiempo que espléndida, que rodea la figura de Wilde se nutre de una inédita excentricidad y de ese carácter rupturista con el mundo de las convenciones, reflejada en la talentosa versatilidad que su literatura nos comunica.

    Su obra, que comprende todos los géneros, madura una interpretación de la realidad que mueve a la ironía, a la vitalidad, sin ocultar una enconada elegía hacia la desolada espera de quienes lo comprendan. Su refinada formación, esa relación fructífera con el malditismo francés, sus viajes, y ese obsesivo impulso a escribir desde la fascinación, entendida como engaño, y desde un idilio (εἰδύλλιονque significa poema breve) con la sugestiva simbología de la muerte, configuraron una poética que explora la belleza de la palabra como trascendencia de la realidad; una realidad puritana que lo difamó, al condenar su homosexualidad como un imborrable estigma, recluyéndolo en prisión durante más de dos años, provocando el distanciamiento de sus hijos y de una esposa, Constance, que acabó por abandonarlo.

    Los personajes de Wilde, instruidos por una prosa exacerbada, a la vez que sosegada e intimista, encarnan esa sociedad de idealismos y de frustraciones que conformaba la propia sociedad británica que vino tras la Revolución Industrial y que fijó sus normas y prejuicios al amparo de la ortodoxia victoriana con la que Wilde no comulgó, porque vivió como quiso. Hasta donde la rectitud del poder le concedió.

   Aunque las obras de Wilde reparan en las conductas briosas, con empuje, e instintivas que revelan algunos seres humanos, detrás de ese significativo vitalismo, la rigidez de las convenciones frustra toda la creatividad y esa libérrima espontaneidad por agotar los días como si el espectro de la muerte nos apremiara. Así que El fantasma de Canterville representa, en un primer momento, por su ironía y por la burda representación de la modernidad americana, una metáfora del acabamiento de la tradición y del conservadurismo, una superación de los prejuicios y de las supersticiones, pero, por otro lado, en la decadente descripción del fantasma burlado y de su palaciego asilo, se vislumbra la crisis que acucia la modernidad: el desgaste de la genialidad y del individualismo cuando las masas soportan la rancia casta de un feudalismo que abusa aún de sus privilegios. La literatura de Wilde, su vida misma, simboliza la inútil alternativa que se resiste a morir en tiempos de recios cambios económicos y tecnológicos; el arte por el arte.

    Su figura ejemplariza por la abierta demostración del dandismo, por su probada e insinuante extroversión de pertenencia al mundo burgués, una vez que se comprende como superación de la fe de los ilustrados y de los credos victorianos, como celebración del individualismo y de una suspicaz intransigencia ante las costumbres.

    Porque su literatura define, con la antítesis de brillantez y decadentismo, una exaltación por la vida a expensas de una inquietante soledad interior que su existencia reflejó con escándalos públicos, con un exilio de indigencia y con un escarnio social, donde la literatura fue esa forma de escapismo en el diablo mundo que le concernía y que le había tocado vivir. Y la poesía; un trance vital más allá de la literatura.

    De hecho, su teatro, sus poemas y la prosa de El Fantasma de Canterville o de El retrato de Dorian Gray reflejan sobre todo el abandono, la persecución, el inconformismo innato que se necesita para resistir en el mundo que nos involucra. Lo que le queda al personaje, al escritor Wilde, a nosotros, es la sublimación de la discordia, de la recriminación y de la culpabilidad en el espejismo de la literatura, en su autenticidad de ardid, en su aparente forma de realidad para sobrevivir a la batahola de acusaciones que lo ultrajaron, a la incomprensión, en definitiva, de quien habría de morir en París en 1900, a los cuarenta y seis años, como un indigente.

El fantasma de Canterville no es Wilde

    Wilde es su literatura y el misterio que envuelve la relación del espectro con Virginia, durante ese paseo hasta el jardín de los muertos donde los almendros florecen definitivos, donde la muchacha reza ante una lápida. Actitudes y atmósferas semejantes a la convulsa insatisfacción que estimuló a Wilde a escribir; una inagotable pasión (patioren latín significa “padecer”) por encontrar la belleza en tantos motivos simbólicos que la evocación de la muerte impele. Poderosos por su melancolía, nos advierten de la sensibilidad frustrada del autor. Es una herida abierta, constante, insólita y marginal que refunda su escritura, su protesta y su salvación pese a su temprana muerte.

   El fantasma no pertenece a la morada de piedra de la estirpe de Otis. El fantasma es otro, seguramente, aquel prejuicio enconado que también resiste el paso del tiempo porque no se atreve a explorar la sutileza, la innovadora sensación de la desobediencia, quizá como amar la belleza inmersa en los cuerpos.

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