Bartleby Editores 2013.
Reseña | Fuente: Tarántula |
Seguramente no hay causa ni propósito para la poesía. Pero necesitamos que abunde como una expresión que escapa a la racionalidad, a lo filosófico, para ahondar en lo incierto y en lo caótico, donde la naturaleza domina de veras. En el caso de Un presagio (Bartleby Editores), es reveladora la densidad conceptual y la sintaxis meditada, compleja, que utiliza Miguel Ángel Serrano como búsqueda -a través del lenguaje- de los entresijos que la realidad incluye más allá de los sentidos.
Su poesía se involucra en el mundo, pero al mismo tiempo crea su propio mundo natural, paisajístico, fundado no sólo en el lenguaje, sino en una visión órfica, versátil y proteica de la misma realidad que nos arremete y nos acecha. La realidad que nos circunda:
Muerte:/ seca más no abrir los ojos,/ abre el cielo inocente” (pág. 13)
Lo que destaca es la mesura del exceso. El barroquismo de Serrano se sostiene en el ritmo, en la complicación de la estructura versal, pero el sustantivo guarda su relevancia, su necesaria implicación como significante del mundo. Su esencialidad. No hay arquivoltas ni redundancias. La complejidad de sus estructuras se inspira en el predominio de la cosa, de lo que vemos y estimula nuestra existencia, aquello que se precipita con nosotros. El verbo es complejo, pero la sustancia es elemental, constructora de un mundo lleno de espejismos y de equívocos que es donde precisamente radica la belleza:
“Y aun en el verano,/ con los secos terrones/ ofrecidos al sol que iguala,/ se
embarran los esfuerzos/ de los hombres y del viento:/ y en este pesar de siglos,
nada cambia” (pág. 17).
Ese eco desgarrador de la cuestión existencial sucede en cada poema y nada es anecdótico; la poesía de Miguel Ángel Serrano tiene ese don chamánico de perdurabilidad y de invocación de los orígenes del mundo: todo lo creado está aún por nombrar, desposeído de la palabra vida y muerte:
“Corre el hombre para alcanzar la orilla/ hurtada: la crecida ha borrado la línea/
y no puede decirse que haya purificación, / siquiera baño. Sí un hundimiento”.
Ese eco desgarrador recuerda a algunos poemas de T.S. Eliot, a reminiscencias de Vallejo, al propio Miguel Veyrat, porque la poesía de Un presagio concede a la palabra la capacidad para invocar el daño que se presiente cuando somos un atisbo de la realidad cambiante, una usurpación, una hendidura, ese ojo que vigila lo que acontece, pero que está abocado a la desaparición:
“No tengo guía que oriente la sorpresa./ incomprensión de lo vivido./ Y una frase
como una etapa./ Lentamente regresas a ti./ Ayer nos hemos mirado./ Se va el
eco” (pág. 59).
Aquí donde las palabras se confunden, donde los ríos arrastran a la deriva ese lenguaje transgresor de la norma y las ortodoxias, la poesía de Serrano se debe a su vida, a su propia vida, a la latencia de un mundo invocado que nos recuerda, sin que lo hayamos evidenciado, a los orígenes de la tierra, donde la palabra fue antes que la luz:
“Si tuviera un sonido, sería blando,/ como de felpa arrojada para herir:/ un trueno
gastado y lejano/ pero en la carne de dentro”. (pág. 10).
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