Dudo de que Marlon Brando pertenezca al cine. Dudo de que Marlon Brando hiciera cine. Su adecuación de personaje y pulso al carácter psicológico enfrentado, contradictorio, de sus personajes, se descubre, con un iluminado Elia Kazan, en una de las obras fílmicas que, por su origen literario, desafía las fronteras de la interpretación dentro del estudio. Si añadimos, además, la metaforización del discurso que nos revela la inestable Blanche, encarnada por Vivien Leigh, considero que Un tranvía llamado deseo reproduce con voluntad lo que queda entre la enajenación y el determinismo de unos personajes confinados a no prosperar jamás.
En la novela de Norman Mailer, Los desnudos y los muertos, los héroes se cuestionan la utilidad de la vida y de los ideales americanos; nada pasa desapercibido a la forma literaria que Kazan y Williams consideran en boca de sus personajes. El desengaño, la inutilidad de las creencias, el vigor del instinto, por ejemplo, acentúan la vacuidad de unas almas condenadas a ver pasar la vida. La textura en blanco y negro en Un tranvía llamado deseo simboliza la fuerza del carácter al mismo tiempo que la ensoñación y el regreso a un tiempo de nostalgia dentro del cine americano, con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo.
La película de Elia Kazan, basada en la obra teatral de Tennessee Williams, describe dos problemas fundamentales de nuestras sociedades: la incomunicación y la autodestrucción provocada por la fantasía. La turbulencia y el carácter intranquilo y receloso que desprenden cada uno de los personajes, encarnados por Marlon Brando (Stanley), Vivien Leigh (Blanche) o Kim Hunter (Stelle), revelan esa violencia estructural que las clases más desfavorecidas preservan, en ocasiones, como mecanismo de defensa y de subsistencia, heredado de sus antepasados y fundido con una difícil realidad sin oportunidades.
Solamente el personaje de Blanche, por su complejidad psicológica, introduce en la vida del matrimonio de Stanley y Stelle un halo de ensoñación, de ruptura momentánea con el mundo desgastado que el trabajo, las rutinas y las decepciones van minando en el espíritu emprendedor e ilusionante que debe motivar la autoestima del ser humano.
Con una dirección magistral, el propio Kazan, sin renunciar a la proxémica teatral (dicción, gestualidad y juegos de intervenciones), nos descubre a un camaleónico Marlon Brando y nos redescubre a una olvidada Vivien Leigh que todo el público americano asociaba con Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó.
Como en la mayor parte de las obras de Tennessee Williams, el problema de la incomunicación está lastrado por la rigidez de las estructuras sociales y convencionales; este problema justifica la falta de creatividad y de ilusionismo en el que los perfiles patológicos, que viven en realidades paralelas, no tienen cabida, pese a la sinceridad que revelan algunos de sus mensajes caóticos y preñados de metáforas. Basta atender al barroquizante lirismo de las intervenciones de Vivien Leigh donde la admisión de la fantasía es el declive de su mundo personal y sensitivo.
Un tranvía llamado deseo inspira, bajo la sencillez de la puesta en escena, una prodigiosa intervención de roles y profundidades psicológicas que cualquier amante del cine conserva en su memoria para reinterpretar en este mundo dos conductas irreconciliables: la de los desnudos y la de los muertos.
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