El perro sacudió la cola y el niño lo miró desgraciado. Los soldados, vestidos de paisano, salieron por la puerta del patio y se echaron al monte. No crecía la hierba donde el pozo. El hipnótico rumor de los cangilones se había apagado. Las esteras habían ardido también junto al sarmiento. La poca luz parecía transpirar entre las hojas de la higuera.
El niño se puso en cuclillas. El sudor perlaba su frente y una baba le caía de la boca. Los herrajes colgaban de los cáncamos y, dentro de la cuadra, solamente quedaba el burro viejo. El perro corría en círculos alrededor del niño que no quería hablar con el animal como solía hacerlo siempre a la orilla del camino.
Un perfil de sombras acució su cuerpecito un rato antes. Había estado jugando a las bolas en una esquina del patio, detrás de la orza. Sus manecitas, cubiertas con tierra mojada, temblaban aún. El burro viejo no cambió de postura. El hedor a orines supuraba entre las maderas combadas junto al pozo.
El padre había ido al pueblo en busca de pienso por la mañana. Aún no había regresado. No tardaría, dijo, y, sobre uno de los hombros, cargó con un hatillo mientras el niño jugaba con las bolas de vidrio que había de colar en el hoyito. El Mochuelo le ganaba siempre en la plaza y también cerca de los caños.
El sol pegaba fuerte. Eran las siete y el padre tardaba más de la cuenta. Las moscas zumbaban sobre la mesa donde se había derramado un vaso de vino. El perro sacudía la cola y el niño no lo miró más. Miró a la mujer, a la madre que gemía en el centro del patio. El charco de sangre empapaba la tierra. El niño tenía sed, pero aún no tenía las fuerzas suficientes para sacar el agua del aljibe.
En sus ojos, persistía una luz que oscilaba como el brillo del acero que había traspasado el corazón de la madre.
El burro viejo golpeó con su hocico en una de las puertas.
El niño no sabía cómo llorar si el perro seguía dando vueltas, moviendo alegremente su cola de rata.
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