Escultura | Fuente: Roberto Reula Reseña | Fuente: Muñoz Grau |
Hace unos meses, casualmente, me quedé solo en la Sala de San Juan de Dios con las esculturas de Roberto Reula. De aquella estancia entre el abandono (pues iba sin mis hijos) y la ansiedad de las prisas que acometen los horarios, dispuse de un momento de esclarecimiento, no de iluminación (se requiere ayuno y rigor de costumbres), ante unas realidades que aún considero sobrecogedoras y que merecen unas palabras basadas no sólo en la concepción que Reula propone del espacio y de la figuración, sino en aquello, cuyo sentido es indescifrable, y que me conmovió.
La escuela de Juan Muñoz o de Jaume Plensa tiene sus corrientes, sus ramificaciones, sus espejos y reversos, y, en el caso del artista madrileño, afincado en Orihuela, lo antropomórfico está tamizado por unos seres gargólicos, envejecidos, cuyos gabanes y desnudos aciertan con la podredumbre con la que está hecha la materia que condena nuestros cuerpos al paso corrosivo de los años. La carnalidad de sus esculturas frente al minimalismo de sus entornos nos introduce en esa paradoja entre instinto y automatismo en cada una de sus obras, premonición de unos tiempos recios que correrán en breve, si no es que corren ya.
Sus hombres erosionados, bruñidos por la luz según las texturas, entumecidos, con un mirar entre complaciente y vacío, me adentraron en la sospecha de que el hombre sigue siendo una vez más una encrucijada en sí mismo, en su carnalidad y en el poder simbólico de sus gestos. No me quito de la cabeza al recordar algunas de aquellas esculturas ese aforismo apasionante al mismo tiempo que desapacible de Canetti: “Saben qué quieren. No son hombres de la oscuridad”. Y, sin embargo, a veces anuncian esa oscuridad, la que ocupa la soledad de sus cuerpos abocados al industrialismo de otras estructuras que se han construido para expresar la incertidumbre de estos días (si es que la incertidumbre pudiera expresarse).
En las esculturas de Reula, sobre todo, aparece una conciencia humanista de mostrar en la escultura, el proceso de composición, la selección de materiales, la anatomía del escenario y la figura, en ocasiones descarnada, al mismo tiempo que el poderoso onirismo del resultado en conjunto. Esa evocación de la técnica empleada influye en el sentido contemplativo de sus figuras y en el trazado de acciones que ellos mismos dibujan en el aire. Son hombres avejentados que se mueven por el espacio con un aire de desentendimiento de la realidad, ocupados en una hazaña o absorbidos por un reflejo, por un objeto que les inquieta o por el propio vacío que acontece antes del precipicio.
Las alas, los barros, lo marmóreo, el metal, la arcilla, el papel y el papel escrito, los cordajes, por ejemplo, son algunos de esos elementos telúricos, primigenios, que sostienen el simbolismo, la sugestión del espectador que se enfrenta ante un microespacio en el que un ser parece ocupar su tiempo en remontar la épica de una aventura que nosotros no podremos ejecutar, o en soportar la corrosiva tendencia al suicidio y a la soledad. Las maletas y los equipajes en algunas obras quedan al margen de las figuras dentro de ese espacio en blanco que es la propia sala donde yo aún sigo recordando que, en algún momento, he sido una de esas figuras obnubiladas, desafiantes y temerosas, las contemplativas sobre todo.
Mientras tanto, la sombra cernida de una escultura mayor que el resto, con alas de murciélago, sobre una escalera, parecía vigilar, juzgar si me permite Reula, qué luz necesaria, qué perspectiva, qué vacío insondable sigue alojándose en el artista que recrea estos mundos insumisos y perplejos para que yo, a las 22:26 de un martes, escriba estas líneas sin saber aún por qué. Con mi camiseta de Hulk e indagando, así me pasó una vez con un cuadro de El Greco, cómo se consigue esa atmósfera de misticismo y modernidad. Gracias, Roberto.
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