sábado, 16 de noviembre de 2013

Voces de Chernóbil

Mi artículo en la revista electrónica Tonos sobre los exorcismos del lenguaje.

Artículo | Fuente: TonosDigital

    Frente a la actual retórica política de discursos informativamente previsibles donde la deslexicalización de los conceptos es cada vez más frecuente, existen publicaciones marginales que reflejan crudos testimonios de realidades objetivables no contempladas por los discursos mediáticos de las actuales socialdemocracias. La inefabilidad del dolor se transcribe entonces en una fragmentación recurrente de estructuras expresivas, más allá de la mitificación de convenciones lingüísticas tan repetidas en la dinámica comunicativa de los discursos políticos, cada vez más homogéneos y significativamente más asépticos. Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich, recopila muchos de los testimonios de las víctimas y sus familiares que quedaron en el olvido tras la crisis del escape nuclear de Chernóbil en 1986. La formalización comunicativa de estos testimonios revela la impotencia del significado lingüístico para expresar la desolación psicoemocional de generaciones frustradas y sin esperanza, sin apenas apoyos político-económicos, lejos del triunfalismo democrático que generan los discursos políticos de nuestras democracias en otros ámbitos institucionalizados.

     Hay una serie de realidades objetivables que actualmente rozan la exclusión informativa y argumentativa de los debates intelectuales, académicos y periodísticos dentro de nuestras sociedades occidentales. La bibliografía editada en estos últimos años sobre algunos genocidios recientes en países emergentes rompe un horizonte de expectativas benefactoras y epifánicas sobre la política social de los sistemas democráticos; sobre todo si las responsabilidades ejecutoras penetran en una zona límbica, en exceso indefinible, para los propios medios de comunicación e investigadores.

   Bajo la deslexicalización de conceptos deontológicos como “interculturalidad” o “globalización”, que han ido edulcorando retóricas educativas e institucionales, se diluye un orden anómico de estructuras mediáticas que descarta el reconocimiento de notables crisis estructurales en las coyunturales políticas occidentales, además de cualquier atisbo significativo de autocrítica en sus procesos de expansión económica. Un análisis sociológico o político sobre estructuras de poder dominante imposibilita cualquier reinterpretación sobre los propios sistemas democráticos; se sataniza la multiplicidad de formas organizativas que generan otras culturas, por desgracia cada vez más homogéneas, y se beatifican las legislaciones que promulgan las estructuras de organización democrática, independientemente de las consecuencias geopolíticas y demográficas que conllevan las estrategias de intervención estatal, colonial o macroeconómica de gran parte de los países occidentales. No es solamente el veto mediático a determinados problemas sociales de notable envergadura, sino también una predisposición generalizada a devaluar el pasado político, advirtiendo que la decadencia de sus sistemas de gobierno eran un síntoma de su genética podredumbre estructural, nada que ver con la presupuesta eficacia de las democracias y la solvencia irrefutable de sus ortodoxias económicas, amparadas por una terminología cuya extensionalidad semántica domina gran multitud de contextos comunicativos: globalización, mercantilismo, democracia, protocolos, cumbres, transacciones, negociación, diálogo social.

    La defensa de los derechos civiles, tan reivindicados por los propios discursos de nuestros líderes, queda subyugada bajo esta perversión lingüística de deslexicalizaciones recurrentes puesto que subrayan órdenes verosímiles de realidades imaginarias frente a evidencias comprobadas de otras realidades sociales deprimidas, alegales, sin cobertura mediática apenas y olvidadas institucionalmente.

   La facticidad de estas últimas podría transgredir la mitificación de unos programas democráticos con propensiones utópicas de eterna perdurabilidad y dogmáticamente irremplazables: el poder represivo de mafias organizadas y su influencia en las directrices fácticas del poder estatal, el mercado trasnacional de armamento, la financiación de redes terroristas, la endogamia hereditaria de los liderazgos políticos, la frecuente disgregación de ONGs sin objetivos unitarios o la carencia de una estructura de Estado en la supervisión expansiva de empresas deslocalizadas en cualquier continente agravan las desigualdades económicas dentro de las sociedades del Viejo Continente.

    Las declaraciones catalépticas que, de los contaminados por el accidente nuclear de Chernóbil, ha ido recopilando Svetlana Alexiévich a lo largo de estos últimos veinte años solivianta la retórica formalizada de deferencia moral tan próspera que auguran las democracias actuales por el mero hecho de denominarse “democracias”. La falacia argumentativa retroalimentada por continuas deslexicalizaciones a través de patrones textuales específicos (parlamentos, comparecencias, reportajes, ruedas de prensa, debates institucionales) como asideros conceptuales de la libertad de expresión oculta, sin embargo, la expresión de muchas libertades civiles claudicadas que apenas interpretamos si no es tras los vestigios de testimonios estragados que revelan testigos y víctimas de genocidios, hambrunas y corruptelas institucionales seculares.

    Desde el trabajo de campo de periodistas, antropólogos y etnógrafos, resurge en ocasiones la emergencia de discursos no normalizados, pues son ajenos a la convención presuntamente racionalizada de una modalidad expositiva y argumentativa iterativa, a los que no impele el uso de categorías conceptuales vacías ya de un significado referencial - equidad, civilidad, justicia social, alianza de civilizaciones, democracia, tolerancia, bienestar social, igualdad, derechos civiles, fuerzas democráticas, conquistas sociales, etc…- para expresar la ilusión de una realidad monológica.

   Después de los años, las consecuencias retributivas e infraestructurales de la catástrofe de Chernóbil desbordan ya cualquier posible estrategia de intervención humanitaria o de regeneración económica en gran parte de las aldeas castigadas por la radiación. Mientras, el olvido lapida la irregularidad operativa de las medidas paliativas gubernamentales sobre los afectados y sus familias. Por otro lado, el veto a la publicación, filmación o grabación de los testimonios de las víctimas, a pesar del reconocido incremento del número de enfermos, de la significativa carencia de medios sanitarios y de contingentes de abastecimiento, por ejemplo, impide la puesta en crisis de esa obsesiva percepción blindada e impoluta que los gobiernos ruso y ucraniano han de difundir desde sus políticas y legislaciones. Tampoco se nos permite así reinterpretar la congénita supremacía moral de los sistemas democráticos en Europa y Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.

   La deslexicalización de algunos conceptos se produce por su pérdida de radiación semántica cuando las realidades denotadas ni siquiera se aproximan a los referentes sociales del sujeto que sobrevive en un complejo heterodoxo de experiencias transculturales, convivencias mestizas, violencia estructural, conflictos étnicos, clasismos laborales y desigualdades económicas injustificables. Sin embargo, a través de la actual retórica política se revela una tendencia hacia la homogeneización de las diferencias culturales, políticas y lingüísticas en las sociedades emergentes y en las economías de mercado desarrolladas. Por tanto, los discursos académicos y la oratoria parlamentaria se tornan homogéneos, homoestáticos, sin retrospectiva histórica apenas, con intrigas previsibles, formalizados desde una frecuencia abusiva de eufemismos asépticos y consensuados ideológicamente, que convergen uno tras otro, carentes de completitud significativa, lastrados a una pérdida del sentido de la realidad según intereses pragmáticos y eminentemente macroeconómicos.

     La pragmática discursiva de estas coyunturas políticas no pertenece a la insondable memoria de sentimientos angostos que predomina en los testimonios de Chernóbil: testimonios que somatizan pseudoafasias catalizadas por una irreversible condena a muerte, diagnosticada de generación en generación, encrudecida por el abandono institucional, por las escasas denuncias mediáticas y por el veto a las investigaciones etnográficas. 

    Reconocemos en la obra de Alexiévich que la inefabilidad expresiva no es ya una restricción estrictamente sintáctica o morfológica sino la máxima exploración perceptiva de una realidad social que vislumbra toda clase de anatomías indescriptibles sobre la depresión y el dolor terminal.

La zona … Es un mundo aparte. Otro mundo en medio del resto de la Tierra. (…) Hemos perdido este futuro. En esos cien años ha pasado el GULAG de Stalin, Auschwitz … Chernóbil… El 11 de septiembre de Nueva York … Es inconcebible cómo se ha dispuesto esta sucesión de hechos, cómo ha cabido en la vida de una generación, en sus proporciones. (…) En Chernóbil se recuerda ante todo la vida “después de todo”: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte.” (Voces de Chernóbil, p. 49)

    Lo discursivo es eminentemente lo que no es pronunciado y la conmoción empática con la víctima es prácticamente inasible. Ante la completitud devastada de la contingencia, no queda otra posibilidad comunicativa que la digresión, la elipsis de períodos oracionales, la discreción de sustantivos, la anulación hipotáctica de marcadores discursivos, el análisis metalingüístico a lo largo de los segmentos oracionales para reconocer la catalización de un sentido comunicativo a veces indescifrable para el receptor. 

     La modalidad expositivo-argumentativa queda subsumida por una fragmentada exposición de topicalizaciones inconexas, de puntos suspensivos, de períodos sintácticos unimembres sin coherencia argumentativa pues las indexicalizaciones se mutan en analogías para describir los efectos traumáticos de Chernóbil, pero que nunca describen en realidad su topología, ni la actuación del Ejército durante los primeros meses, ni las afecciones más frecuentes de los liquidadores, ni la situación sociofamiliar actual de los contaminados.

    La elipsis oracional tiene una amplitud semántica intensional, pues el contenido elidido no requiere tan sólo un estudio lingüístico-formal interrelacionado con el resto de mecanismos de cohesión gramatical, sino que además la elipsis reproduce una compleja sintomatología depresiva; así la extensionalidad semántica presupuesta por la omisión de materia significante transcribe sin embargo la oculta intensionalidad que trasciende lo eminentemente traducible por la facultad del lenguaje.

Cuando comprendí esto experimenté una fuerte conmoción. Yo misma descubrí algo. Comprendí que Chernóbil se hallaba más allá de Kolimá, de Auschwitz. Y del holocausto. ¿Me expreso con claridad? El hombre armado de un hacha y un arco, o con los lanzagranadas y las cámaras de gas, no había podido matar a todo el mundo. Pero el hombre con el átomo … En esta ocasión toda la Tierra está en peligro. Yo no soy un filósofo y no me voy a poner a filosofar. Mejor le cuento lo que recuerdo.” (Ibídem, p. 78)

    Desde la verosímil construcción ideológica que subordina el progreso tecnológico al progreso social en nuestras culturas occidentales, se invalida coyunturalmente esta letanía de dramas sociales irresolubles que, en algún momento, quedaron exentos del discurso racionalizador de las ciencias sociales (sociología, antropología, psicología o ciencias económicas) y consecuentemente de la retórica política de nuestras democracias. La variabilidad interminable de estos temas genocidas, letales y de violencia estructural ha ido quedando extinta de la productividad mediática tras la caída del muro: la intromisión de catexias psíquicas discursivizadas por medio de una sintaxis fragmentada, tan próxima a la catalepsia emocional, al silencio traumático del entumecimiento, podría condicionar de ahora en adelante la interpretación estereotípica que relaciona inexorablemente “democracia” a “sistema de libertades” o a “justicia social”. En realidad, el conocimiento social de certezas e incertidumbres como Chernóbil, contraproducentes para la fetichización colectiva de la defensa de la democracia y de los mercados globalizados, inicia una re-lectura de los actuales sistemas de gobierno inversa al evangelizador humanismo de los actuales discursos políticos que relega a los enfermos terminales, a las víctimas del terrorismo o a los parados, por ejemplo, a un estadio ontológico inextricable, marginal e irreversible, frente a deslexicalizaciones homogeneizadoras como ciudadanía.

Creíamos en nuestra suerte; en el fondo de nuestra alma todos somos fatalistas, y no boticarios. No racionalistas. La mentalidad eslava. ¡Yo confiaba en mi buena estrella! ¡Ja, ja, ja! Y hoy soy un inválido de segundo grado. Enfermé enseguida. Los malditos “rayos”. Ya se sabe. Hasta entonces no tenía ni siquiera una ficha en la clínica. ¡Que los parta un rayo! Y no era yo solo. La mentalidad. Yo, un soldado, he cerrado una casa ajena, he allanado una casa ajena. Es un sentimiento que … Es como si espiaras a alguien. O la tierra en la que no se puede sembrar. Una vaca que da con el morro en la verja, pero la valla está cerrada; la casa, bajo candado. La leche gotea el suelo. ¡Es un sentimiento que …!” (Ibídem, p. 212)

     La aleatoriedad topológica de los mecanismos de cohesión (anafóricos y catafóricos) se invierte en una suspensión espontánea de secuencias formales, transcrita en la elisión de deícticos que habrían de formalizar contextualizaciones espaciales y temporales para lograr un discurso ubicado en un mundo real. Sin embargo, estos testimonios recrean una posibilidad de mundo intensionalizado que se aleja de la fisicidad indexical del entorno para trascender a otra interpretación holística de lo humano que admite el sinsentido semántico de lo pronunciado como exorcización de todos los males cainitas que han ido aconteciendo después del accidente nuclear.

     La extraterritorialidad del yo sublima esa pertenencia a un lugar físico irrevocable y perpetuo de la que el sujeto no puede evadirse; lo no dicho y lo dicho ni siquiera redimen ya, ni siquiera regeneran nuevos horizontes de expectativas epifánicas como promete todo programa político democrático en los países desarrollados.

     Como ajenos al mundo de los vivos, se comprende que los testimonios constituyen una clase de sociocentrismo cultural representado desde los márgenes comunicativos por las interrupciones involuntarias del discurso, cediendo siempre a la reveladora endogénesis de los trastornos psicoemocionales que lindan con límites expresivos asemánticos: los espacios en blanco, las elisiones enfáticas, las pausas prolongadas y una prosodia sin aposiciones. La fragmentación explícita del sentido oracional induce a una cronificada sedición del lenguaje humano como reflexión conceptual y como ficción semántica de existentes posibilidades de mundo.

El mundo se ha partido en dos: estamos nosotros, la gente de Chernóbil, y están ustedes, el resto de los hombres. ¿Lo ha notado? Ahora entre nosotros no se pone el acento “yo soy bielorruso” o “soy ucraniano”, “soy ruso” … Todos se llaman a sí mismos habitantes de Chernóbil. “Somos de Chernóbil”. “Yo soy un hombre de Chernóbil”. Como si se tratara de un pueblo distinto. De una nación nueva.” (Ibídem, p. 111).

     La especificidad formal de la selección sintagmática, interrumpida por la propia enajenación sintomática de las patologías, re-escribe una retórica discursiva de silencios, contrastando significativamente con la pseudo-racionalidad de los discursos deslexicalizados: aquellos que proceden de las conversas e infalibles sociedades democratizadas. La posibilidad de decir o no decir y el reconocimiento colectivo de que la modalidad expositivo-argumentativa del habla es improductiva para reproducir toda una sintomatología represiva y doliente suceden tras el acatamiento sacrificado de una existencia convulsa y tortuosa, tras la resignación enfermiza de que las democracias fracasan y delegan sencillamente en el olvido.

   En ocasiones, el relato de las crisis sociales como experiencia biográfica y heterobiográfica sobrepasa en cualquiera de sus posibles manifestaciones discursivas la iterativa expresividad de un manierismo político para el que el lector occidental ya está adiestrado. Los testimonios que Alexiévich recoge de forma segmentada no profundizan en la denuncia o en la execrable descripción de las desgracias colectivas; no hay una intención de grabar la memoria de la catástrofe como estigma imperecedero sobre las conciencias depuradas de administradores, juristas o políticos, sino más bien una memoria, involuntariamente devota del aislamiento comunicativo, que transcribe borraduras, incoherencias sintácticas y todo un anecdotario secuencial que repite términos y fractura sintácticamente su linealidad predicativa.

   Aparentemente es la manifestación más acusada de los lindes inefables del lenguaje como prevaricación del mundo; sin embargo, para los afectados, ni siquiera existe un mundo que prevaricar cuando cualquier facultad comunicativa se produce en un contexto de continua supervivencia hostil, donde se agotaron las reivindicaciones legales, las denuncias en los medios o las promesas irreverentes de tantas comisiones políticas. La retórica de los discursos pragmáticos acaba y comienza la retórica del silencio: el descrédito, definitivo, de toda interacción comunicativa con una intención socializadora.

Los primeros días, la cuestión principal era: “ ¿Quién tiene la culpa?” Necesitábamos un culpable. (…) Luego, cuando ya nos enteramos de más cosas, empezamos a pensar: “¿Qué hacer?”, “¿Cómo salvarnos?”. Y ahora, cuando ya nos hemos resignado a la idea de que la situación se prolongará no un año, ni dos, sino durante muchas generaciones, hemos emprendido mentalmente un regreso al pasado, retrocediendo una hoja tras otra. (…) No era un incendio como los demás, sino como una luz fulgurante. Era hermoso. Si olvidamos el resto, era muy hermoso. No había visto nada parecido en el cine, ni comparable.” (Ibídem, p. 173).

    La autoría no está marcada significativamente por una creatividad anómica que exorciza el dolor, va más allá de la sublimación psicoconductual. La resignación abnegada de una condena a muerte injusta, no natural, es solamente el condicionante; en verdad sucede que la enfermedad de por vida conduce a la indolencia, al abandono revelador de un lenguaje afectado; se vulnera definitivamente toda grandilocuencia artificiosa y se socava en los deslindes de lo no dicho, en lo que está por decir apropiadamente, irradiando balbuceos paratácticos y toda una inadecuación semántica, aunque crucial, entre los párrafos.

   Elididos los mecanismos de cohesión gramatical, las repeticiones y las restricciones léxicas redundan en lo no inscrito como posibilidad expresiva de la inanición y la inacción. Y el desastre como tal se pronominaliza. Es apenas nombrado como un renuevo del pecado original. Es intangible a lo largo de todos los testimonios, somatizados por la renuncia intergeneracional a la vida presentida como plenitud idealizada, rescatando sin embargo la mitificación judeocristiana de una vida como ascenso inconsolable al cadalso donde definitivamente habrá justicia verdadera.

Su amigo … Su amigo me contó que todo allí era terriblemente interesante, divertido. Leían versos, cantaban y tocaban la guitarra. Los mejores ingenieros y científicos fueron allí. La élite de Moscú y Leningrado. Se dedicaban a filosofar. La Pugachova fue a actuar ante ellos. En el campo. (…) Los llamaba “héroes”. Todos los llamaban “héroes” (Llora)(…) Su amigo murió el primero. Bailaba en la boda de su hija, hacía reír a todo el mundo con sus chistes. Cogió una copa para hacer un brindis y se derrumbó. Y … Nuestros hombres … Nuestros hombres mueren como en la guerra, pero en tiempos de paz.” (Ibídem, p. 200).

   Desde el período crítico de la Guerra Fría hasta la actualidad, la sobreproducción de inversiones en recursos publicitarios, propagandísticos y tecnológicos favorece la querencia de un orden liberal de la economía, sublimando y anestesiando posibles difusiones informativas de deficiencias estructurales y corruptelas ideológicas; en caso de filtración mediática, se ficcionalizan estas realidades como costes previsibles de toda dinámica procesual de naturaleza democrática.

Llegó una nube muy negra. Un aguacero. Los charcos se volvieron amarillos. Verdes. Como si les hubieran echado pintura. Decían que era por el polen de las flores. No corríamos por los charcos, sólo mirábamos.
La abuela nos encerraba en el desván. Se ponía de rodillas y rezaba. Y nos decía: “¡Rezad! Esto es el fin del mundo. Es el castigo de Dios por nuestros pecados”.
Mi hermano tenía ocho años, yo seis. (…) Mi madre se viste a menudo de negro. Con un pañuelo negro. En nuestra calle cada día entierran a alguien. Lloran. Oigo la música y corro a casa para rezar, recito el Padre Nuestro. Rezo por mi madre y por mi padre”. (Ibídem, p. 259).

  Esta verbalización semánticamente extensional se infiere en otros ejemplos significativos, resolviendo que la experiencia traumática y depresiva impide la automatización de estructuras lingüísticas adecuadas a una progresión temática lineal; se niega involuntariamente la racionalización comunicativa de aquello que sobrepasa los trasvases culturales de clase ética, moral y religiosa, aprendidos además como rasgos exclusivamente antropogénicos. Ahora el análisis de esta retórica discursiva se focaliza en cómo asimila el sujeto la derrota definitiva para expresar un discurso, no centrado en la argumentación deductiva, por ejemplo, ni en la descripción costumbrista, ni en la exposición historicista. El receptor debe recomponer las omisiones históricas y contextuales, siendo la ausencia notable de procedimientos formales de cohesión la actualización irrefutable de una mortificada recurrencia a los recuerdos exasperantes y perturbadores, inéditos en otra cualquier geografía. La carencia de transitividad lingüística de lo real a lo comunicable se repite también en los testimonios de algunos liberados judíos de Birkenau. No hay posibilidad de mundo verosímil expresable cuando los condenados han padecido durante largos períodos de su vida la amenaza sibilina de la muerte:

En el bloque 12 el Dr. Goltz de París, el Dr. Horeau de Cany (Normandía) y yo hemos hormado una asociación (…) Allí nos relejamos, tomamos nuestra cena cuando hemos organizado algo especial. Apartamos los cadáveres, para tener sitio y ponemos la olla de patatas, casi tocando los muertos porque la mesa no es muy ancha”.

Robar se convirtió en un arte, una virtud, algo para enorgullecerse. Le llamábamos organización (…) había muchos que organizaban la ración de pan del vecino, sin tener en cuenta si podría morir de hambre como consecuencias, o los zapatos del compañero de cama sin importarles si unos pies sangrantes les condenaban al crematorio. Robando pan, zapatos, agua, robadas una vida para ti mismo incluso a expensas de otras vidas.

La vida en Auswichz era una cuestión de organizar, (…) Si tomábamos algo, debería ser de los muertos. ¿Para qué le servían sus ropas o sus raciones a los muertos? Mi madre en el hospital tenía muchas oportunidades para coger pan o una ocasional loncha de queso o de salchichón de un cadáver… Robar a los vivos o a los semivivos era acelerarles el camino hacia la muerte.

   Los actuales discursos políticos re-construyen realidades sociales que han de ajustarse a unas necesidades organizativas motivadas por la sacralización de las economías globalizadas y por la presunta defensa de libertades individuales. Sin embargo, el reduccionismo mediático de un modelo teórico, comunicativamente universal y de validez pragmática incuestionable, no repara en la existencia de una heterogeneización cultural dentro de grupos sociales que asisten al declive estructural de este modelo político tan fetichizado. Las palabras de Beatriz Hairabedian, testigo del genocidio armenio entre 1915 y 1923, convergen en el sociocentrismo cultural propio de las víctimas que sobreviven ajenas a las benefactoras estrategias de actuación política del Estado:

Mis abuelos maternos, Norma y Garabet, que, cuando fueron deportados, perdieron a cinco hijos por el desierto. Tardaron cinco años en llegar desde su pueblo de Guiria a Líbano. Los niños iban muriendo por el camino de hambre, sed, peste y otras infecciones, y los enterraban en el desierto. Mi abuelo nos contó con todo tipo de detalles, cómo murió cada uno de ellos. No ocultaba nada de lo que sufrió y presenció. El único tema tabú era el de las violaciones: eso ni siquiera lo mencionaba.”

   La indiferencia moral de los poderes estatales a nivel internacional incluso ante el número de afectados, el aumento de patologías concretas y la escasa bibliografía de estudio de la propia catástrofe describen las voces de Chernóbil como un azaroso error puntual en las contingencias económicas y tecnológicas de nuestra posmodernidad, sin necesidad de rebatir el funcionamiento altamente tecnológico de nuestros sistemas de producción, garantes de la moral globalizadora que emerge de los regímenes democráticos. Mientras en Europa se conmemoran los triunfalismos de las revoluciones y las virtudes deontológicos del “Estado del Bienestar”, en muchas aldeas bielorrusas misteriosamente se multiplican los cementerios.

Un año después de la catástrofe, alguien me preguntó: “Todos escriben. Y usted que vive aquí, en cambio no lo hace. ¿Por qué?” Yo no sabía cómo escribir sobre esto, con qué herramientas, desde dónde enfocarlo (…), de Chernóbil querríamos olvidarnos porque ante él nuestra conciencia capitula. El mundo de nuestras convicciones y valores ha saltado por los aires (…) La zona…Es un mundo aparte. Otro mundo en medio del resto de la Tierra.” (Voces de Chernóbil, p. XL y XLVIII).

   Estos testimonios profundizan en la maximización de la vacuidad, en la indefensión lingüística, pues la intensidad del dolor de las pérdidas y los sufrimientos físicos de enfermedades congénitas usurpan la racionalidad del sentido acomodaticio que tenemos de las realidades posibles imaginadas para el lector. Solamente nos queda ahora el compromiso de reproducir fragmentariamente lo que trasciende la puridad de lo comunicable; lo que ha sido extraído de quienes conocen realmente la muerte tan de cerca. Indudablemente, la cronicidad de las enfermedades de abuelos a nietos, de padres a hijos.

Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!... Todo esto tan querido… Tan mío … Tan … No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.”(Ibídem, p. XXXI)

Ya no temo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo. Se hizo grande, se hinchó. Como un tonel. Y mi vecino. También estuvo allí. Un operador de grúa. Se volvió negro, como el carbón, y se secó hasta el tamaño de un niño. No tengo claro cómo voy a morir. Si pudiera elegir mi muerte, pediría que fuera común y corriente. No como las de Chernóbil. Y, sin embargo, lo que sí sé seguro es que con mi diagnóstico no se dura mucho. Al menos sentir que llega el momento…Y una bala en la frente…” (Ibídem, p 63).

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