Reseña | Fuente: MinutoCero |
Cuesta siempre describir con palabras las características formales y sensitivas que muestran los lienzos de esta sala cuando el artista ha asimilado perfectamente todas las influencias artísticas y estéticas que han ido marcando su evolución personal: Velázquez, Courbet, Antonio López, Golucho, entre otros.
Lo que interesa en realidad es que Roberto Ferrández ha conseguido crear un lenguaje propio con una amplitud de posibilidades significativas para expresar aquello que contempla, que es también aquello que siente. Sus lienzos describen paisajes con una notable decadencia en sus localizaciones y en las texturas que atribuye a los espacios. Ese contraste entre el vigor de algunos trazos y la sensación de abatimiento y derrota que respiran sus atmósferas nos conduce a una evidencia en su pintura: el contraste entre dos mundos.
Hay un mundo que existe y un mundo que Ferrández Gil interpreta. Ahora bien la verdadera naturaleza de su pintura es precisamente llevarnos a esa incógnita donde lo que se interpreta quizá es lo que existe en verdad, más allá de lo real y de lo tangible. Ese es el momento en que el espectador asume la complejidad de su pintura, como inacabada, aparentemente realista, porque denota contextos reconocibles, pero también se suman nuevos matices a propósito de un mundo que se crea y se destruye como es el propio paisaje o la dinámica de los espacios urbanos.
La pintura de Ferrández Gil se asoma al mundo, no para extraer lo más significativo de la realidad, sino para recoger aquello que al espectador y al pintor les interesa para trascender la realidad y buscar nuevos significados simbólicos a esa realidad que nos concierne.
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