Reseña | Fuente: Mundiario |
La lectura en Edebé de Rútindel, escrita por Dámaris Navarro, nos permite reflexionar sobre el imaginario infantil que el escritor recupera en su madurez, cuando su intención es celebrar las dichas de la infancia y cuando el trabajo literario no está orientado solamente al entretenimiento del niño.
En el caso de esta novela, ese imaginario infantil está inspirado en una de las tradiciones folclóricas más populares en nuestro país que es la venida del Ratoncito Pérez cuando el niño va perdiendo sus dientes de leche.
Santi, el protagonista, incumple la regla más importante para todos los ratones de Rútindel, pues está despierto y curioseando cuando el ratoncito se afana en recoger el diente y sustituirlo por un merecido obsequio. A partir de este lance inteligente, la autora, como si de un viaje de Gulliver se tratara, desarrolla una historia dentro de otras historias. El hecho de que Santi haya sido confinado en Rútindel por sorprender a uno de los ratoncitos en su trabajo nocturno desemboca en otras biografías y aventuras.
Propongo la analogía con Gulliver porque nada es inocente ni aparente en ese viaje; el mundo de los secretos da paso a un escenario de monstruos que se alojan al otro lado del espejo, a poderes y jerarquías que olvidaron pensar como niños, a micromundos dentro de una ciudad que desarrollan su propia vida.
La amistad sincera para los ratoncitos de Rútindel y para Santi se convierte en una llave maestra para vencer los miedos y superar los obstáculos. Esta moralizante enjundia vale tanto para niños como para adultos: “Siguiendo las instrucciones del guardia, se sentó sobre el gorrión y se agarró con fuerza a su plumaje. Los dos pájaros izaron al vuelo. A Santi le pareció que se dirigían a la cumbre de la montaña, donde estaba edificio de las banderas. Pero lo único que le interesaba en esos momentos era encontrar a su amigo” (pág. 141).
El lenguaje que emplea Dámaris Navarro no está exento de una cuidadosa elaboración, de un minucioso trabajo de taller donde la precisión léxica, la frase corta y la variedad de vocabulario buscan la complicidad de ese lector maduro, además del lector niño: “Torpón, con movimientos rápidos y una sonrisa pícara en la cara, sacó de su bolsillo un puñado de muñequitos de cuerda de apenas dos centímetros de alto. Se trataba de seis o siete ratas de plástico con un largo y horrendo rabo” (pág. 100).
Lo que atrae de Rútindel es esa elocuente idea por la que la autora apuesta al enriquecer el trasunto del folclore a través de una historia de aventuras donde se construye un crisol de intereses complejos -que es lo que precisamente confiere ese atractivo para el público adulto- entre ratones, ratas y la picardía espontánea de los niños, como es el juicio al que se somete Santi o la descripción de un mundo autónomo con una propia organización social, la propia ciudad de Rútindel.
A veces, las categorías y clasificaciones impuestas por editoriales como novela juvenil, infantil, cuento o álbum marginan el contenido, la calidad de estilo y la universalidad de lectores que adivinan algunos trabajos tan elaborados como Rútindel.
A veces, aún tenemos la esperanza de regresar a la infancia de Santi, cuando tantas cosas eran posibles como esa ternura del dragón, como ese viaje junto a Torpón en busca de la realidad a la que asoman los desencantamientos: “Cuando el ratón terminó de bajar por la tubería, echó a correr y se perdió entre la gente de la calle” (p. 169).
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