"La poesía de Alonso alcanza así vislumbres de un lenguaje que teme la vida porque, en la vida, coexisten voracidad y génesis"
Reseña | Fuente: Travelarte |
La trayectoria poética de Manel Alonso ha consolidado una literatura en valenciano caracterizada por su progresiva evolución estilística y temática reconocibles, acorde a una influencia notable del modernismo y de las vanguardias catalanas, e indudablemente a una reflexión de las luces y las sombras que emergen de una existencia personal incomunicable, salvo a través del accidente de la creación poética. Su nueva antología, Cuaderno de los trujimanes, traducida al castellano, recoge una selección de sus poemas escritos durante la década que va desde el 2002 al 2012.
En su comienzo se nos revela ya la asimilación de imágenes sensitivas fundadas sobre todo en dos constantes temáticas: el cuerpo como un microcosmos inexplorado y el paisaje localista, inconfundible, del entorno mediterráneo como un universal simbólico, pues el comportamiento de la fauna y las texturas de la vegetación procuran un canto elegiaco referido a la dicha del pasado y a la decadencia del presente; en verdad, una decadencia que se torna en decadentismo, en una estética de ruptura con la belleza clasicista para descifrar qué oculta lo físico y sus perfiles de podredumbre: “Ladra en la casa el desasosiego./ El galope de un jinete se escucha/ tan cerca que me golpea desde dentro”. (pág. 49).
Y, sin embargo, en esa podredumbre, sostenida en el tiempo, coexiste la pudrición con la necesidad del deseo, atávico y perpetuo: “Me miro y veo un animal frágil que me devuelve la mirada./ Con las manos protejo mi desnudez de nácar y marfil/ El recuerdo de una cita me llena de lujuria el pecho,/ paciente, invoco un cuerpo que me tome, / que me arrastre y me posea (…)” (pág. 47).
Por lo demás, queda así en cada uno de sus poemas, no la visión costumbrista de una descripción preciosista o elegante de los entornos, sino que trasciende ese localismo para dotar a la celebración del pasado de una esencialidad universal. Ahí arraiga la voz intransferible de su poética: los relieves que le asombran desde su infancia son símbolos de eclosión de vida, de senectud, de claudicación para cualquiera de nosotros: “El agua, después de enlabiarse por toda la orografía,/ caía en hilos de caudalosas gotas, cristalinas y pesadas/ perdiéndose en lugares inhóspitos donde se malograban/ las migajas del placer y la vida era de un gris letárgico y obtuso” (pág. 63). Subyace un panteísmo necesario por cuanto la inefabilidad del lenguaje, lo inconcluso de nuestra experiencia, la mitificación de los ídolos y su declive, concurren en la concreción de la piedra, en el fluir constante de los arroyos, en la eternidad de las sierras calizas, de los arrasados gredales: “Entre los esqueletos negros de los árboles,/ los matojos como corales de azabache/ y las piedras y peñas tiznadas, / he buscado la omnipotente presencia del maligno,/ los espectros de los pecadores sufriendo eterno calvario, (…)” (pág. 35).
No hay manierismo para conceder al paisaje su tópico de locus amoenus, sino que en el espacio se confunde la vida y la catástrofe. El presentismo es una desgracia porque es efímero, el pasado es constancia de vida no sentida, de ausencia insalvable y ahí comienza el sufrimiento. Los territorios, por desgracia, preservan ese estigma. El poeta se aleja del fauvismo y sus ojos se giran al objeto, pero, como en Dickinson, menoscabando el vacío, la nada que nos sostiene en su aparente plenitud contemplada.
Las virtualidades significativas del cuerpo se convierten asimismo en un lugar de recogimiento, embrionario, eugenético, lejos de la ruindad y del derrumbe de las rutinas; de hecho, las manos, los labios, el sexo febril y los ojos adquieren también esa esencialidad (como en el paisaje) en el que no reposa el alma, sino la carnalidad. La materia, no el alma, es fuente de la descripción del dolor y de toda zozobra. “El amor no es una cadena, que son unas alas;/ una mirada tan solo, un silencio los sostiene,/ un beso lo eleva, un abrazo/ lo consume, lo alimenta” (pág. 71). Queda prendida en todos estos versos sobre la diversificación del amor -desde su goce hasta sus excrecencias- esas líneas imborrables de María Zambrano: “El hombre, para ser, tiene que asimilarse, así como para pervivir en la realidad tiene que asimilarla. Al asimilarse, se asimila a alguien.”
No hay una ferviente espiritualidad a la hora de profundizar en el cuerpo; allí no se aloja cualquier creencia ni el ánima que ha de comprender la realidad, sino el deseo instintivo, las purulencias de los sentidos y su compensación cuando el sexo es invocado: “Estrépito de imágenes que llenan el suelo con los restos/ de los besos, de los abrazos, de los orgasmos./ Vuelve a ladrar el desasosiego./ Agotado, invoco la guerra contra el caos” (pág. 49). No hay elevación idealizada de lo físico, sino constancia de su compulsión y de su progresivo envejecimiento, porque así el cuerpo se funde con ese paisaje definido, tangible, pero inscrito en la memoria del universo, aún caótico, con su infinita duración, con sus convocatorias de desastres y pulsiones que provocan el alumbramiento de la vida, también la enfermedad y la muerte: “Estamos inmersos en un mundo/ que da vueltas sobre sí mismo, que da vueltas sobre un punto de luz, y cada día es un volver a empezar/ y cada año es un volver a empezar, de la mañana a la noche, (…)” (pág. 105).
La poesía de Alonso alcanza así vislumbres de un lenguaje que teme la vida porque, en la vida, coexisten voracidad y génesis, pero solamente a través del lenguaje, este poeta reconoce que, pese al temor, el amor de los cuerpos olvida ese pesimismo y remonta las quebradas, desaloja los intrincados matorrales, absorbe la luz enojosa y respira al final sin miedo.
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