sábado, 16 de noviembre de 2013

El complejo mundo de las coincidencias y del azar


Reseña | Fuente: Presunto Magazine

     Acorde con los planteamientos narrativos de toda una gran saga de autores anglosajones como Auster, Coe o el propio Amis, la novela La importancia de las cosas se ubica en ese complejo mundo de las coincidencias y del azar, donde los personajes, en pleno naufragio de sus vidas, son rescatados por un inextricable desenlace, ya que paradójicamente el infortunio se acaba convirtiendo en una venturosa oportunidad para ser feliz.

    Así sucede con el protagonista de la novela, un amustiado y aburrido profesor de taller de escritura, Mario Menkell, que, a partir de la muerte de su inquilino, Fernando Montalvo, será testigo y héroe fortuito de una serie de lances y peripecias contra su propio abatimiento, contra el propio sistema universitario que lo relega al submundo de la indiferencia, contra la necesidad de escribir, de amar, pese al tiempo perdido.

     La agilidad de la estructura está compensada por la información que la autora nos facilita sobre los personajes a espaldas de ellos mismos, quienes pretenden buscar desesperados el origen de su propia identidad ante tantos extravíos que les ha deparado sus existencias. De hecho, la estructura, con sus digresiones pertinentes para informarnos del pasado de principales y secundarios, presenta la habilidad de ese efecto “bola de nieve”: cualquier suceso irreparablemente produce una serie de concatenaciones sugestivas que van construyendo lentamente el tiempo de la novela. Es el caso de algunos personajes secundarios como la biografía del rector Saldaña, que va sufriendo un proceso de desgaste provocado por su ambición y su necesidad de medrar desde el recelo y el sometimiento.

    Uno de los rasgos estructurales mejor trabajados por la autora gallega es el final del relato; un apasionado desenlace que, a través del recurso del manuscrito encontrado, propone un cierre esperanzador con una reflexión metaliteraria, pues la pasión por escribir y esa otra, tan necesaria y a veces tan inalcanzable, la de vivir, la de ser conscientes de la plenitud de ese hecho, se entrecruzan. Otro de los aciertos de la autora es la creación del personaje de Beatriz Millares, con una biografía llena de vanos intentos por ser feliz, de auto-superación y, sin embargo, minada en su camino por frustraciones sentimentales. En ocasiones, releva en complejidad psicológica al propio Menkell, del que no nos queda clara su apasionada entrega a la docencia como declaran sus alumnos cuando, durante años, su vida ha sido monótona y sin brío.

     Al igual que, en alguna obra de Antonio Orejudo, Un momento de descanso, por ejemplo (ahora que recuerdo), la crítica que Rivera de la Cruz elabora con fruición sobre la estructura clientelista y endogámica de la Universidad es demoledora, no por su grado de ficción, sino porque es paradigmática de un problema estructural en la educación de nuestro país y que, en el caso de la novela, determina la conducta de los protagonistas. Las corruptelas, la carencia de vitalismo entre sus docentes y las secuelas heredadas de una oligarquía administrativa han frustrado el vitalismo de los personajes dentro de la universidad y fuera de ella. Solamente el apellido Menkell y un misterioso suicidio podrán redimir de su condena a los dolientes sonámbulos que Millares y Mario encarnan.

     Porque la casualidad puede ser también una causa para cambiar el sino de las cosas, cosas tan importantes como la pasión por escribir, por amar después de todo (si no, para qué esta vida): “Así es el amor, se repetía Menkell media docena de veces al día, de modo que esto es lo que se siente, y miraba a Beatriz y después se miraba las manos, o los pies, o se mordía el labio inferior para estar seguro de que esta vez no era otro el protagonista de la historia”.

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