Reseña | Fuente: Travelarte |
Cuando leí por primera vez el trabajo de investigación que, en forma de diálogo inacabado, Ernesto J. Pastor había realizado al director de cine Angelino Fons, no solamente descubrí la eficacia dialógica de unas conversaciones que rozaban el ensayo literario, sino también el poso humanista e intelectual de un creador de guiones y filmes que anunciaba dosis limitadas de un vanguardismo técnico a través de un sustrato cultural y literario misceláneos que caracterizó a muchos directores de su generación como Carlos Saura, Berlanga o Bardem.
En Conversaciones con Angelino Fons. La necesidad de la memoria, publicado en 2005 por el Ayuntamiento de Lorca, el entrevistador refleja a modo de biografía fragmentada las citas literarias, la memoria enciclopédica, las reflexiones políticas y especialmente las lecturas que había ido asimilando Angelino Fons a lo largo de una vida profesional, con rigores y logradas afirmaciones de su vocación como director y literato. Se confirma así una formación heterodoxa en diversas corrientes filmográficas -como el neorrealismo o el costumbrismo americano del cine negro de los cuarenta-.
A través de su película La Busca (1966), se introdujo en nuestro país seguramente una forma de hacer cine donde el deslinde entre imagen perceptual e imagen literaria quedaba significativamente difusa. La película propone algunas de las características formales que han hecho de Fons un director en potencia. La literariedad del texto originario y su verbalización son reinterpretadas a través de la siguiente técnica compositiva.
Por un lado, Angelino Fons no olvida el escritor de acción que es Baroja rompiendo con clichés literarios que anteponían lo descriptivo en sus novelas a la secuenciación ágil, disruptiva con frecuencia, y al carácter aventurero de los personajes. Por otro lado, la desnudez de los espacios y el decadentismo de los escenarios que selecciona el director se alejan del cosmopolitismo idílico de grandes metrópolis como Madrid, sobre todo cuando la concepción urbana de Fons, a partir de la lectura de Baroja, arraiga en un flujo progresivo de mezcolanzas sociales, no de clases, definidas en una especie de lodoso termitero inacabado y que el escritor identifica con un desfile de fantoches, pero que el director no relaciona con lo carnavalesco ni con lo esperpéntico (sería un error contumaz además de previsible). Su relato fílmico reside en un realismo exacerbado que encarnan algunos de sus protagonistas como Manuel o secundarios como Expósito.
Esa descripción costumbrista de andrajosos, navajeros, feriantes y gremios empobrecidos no recrean ninguna metáfora moral de la condición humana, sino que Fons, respetando el texto de Baroja con una pulcritud sensitiva, desarrolla unos tipos humanos concretos, influidos hasta el extremo por la fatalidad de las casualidades y por la determinación de una sociedad estamental, lejos de una estructura de clases, a las que pertenece Manuel, su madre o el Bizco. Predomina un instintivo reclamo de supervivencia que sumerge a Manuel y a sus falsos amigos en un submundo de complejidades autodestructivas donde todo lo que vive es prácticamente insalvable. El delito y el asesinato son acciones inexorables que impiden cualquier movilidad social ascendente; el Madrid que los circunda es depresivo y depredador por lo que la condición social no es ejemplarizante ni metafórica, afecta a cada individuo de diferente forma, pese al mismo desenlace homicida como se observa en otras novelas de Baroja: Aurora Roja o La nave de los locos.
La secuenciación de los capítulos que el escritor recrea apoyándose en los cambios de espacio, en la película de Fons está trabajada por digresiones que funden los diferentes escenarios con la intención de reflejar los azarosos virajes que toma la vida de Manuel, especialmente tras la muerte de la madre. La agilidad narrativa de la cámara se acomoda a unas disrupciones y saltos temporales que subrayan la perdición y la orfandad.
Hay otra cualidad técnica que caracteriza los guiones de Fons a lo largo del tiempo y que La Busca (1966) refleja con matices propios del estilo de Baroja. La oralidad como forma de caracterizar la evolución psicológica de los personajes es un rasgo literario del noventayochismo donde la elipsis, la proxémica y la frase corta, pero con intencionalidad y resabios coloquiales y castizos, permiten reflejar la desesperación, la sumisión y la violencia. Los diálogos que selecciona Fons se tornan en una execrable usurpación de lo simbólico, de lo carnavalesco, de la idealización. No es otra cosa que la concreción de un costumbrismo arraigado también en las descripciones de los atuendos y de la propia tendenciosidad que anima el espíritu fáustico de todo el coro de personajes, ya que el director sabe describir desde la mirada sutil y complaciente a un escote, hasta los planos generales que sitúan a familias y grupos conviviendo entre escombros, intemporales, semejantes a gárgolas. Las disquisiciones que La Busca revela como obra cinematográfica no quieren sesudamente preservar la literariedad de Pio Baroja. Fons, reconociendo las posibilidades visuales del texto literario, se convence de una escritura fílmica para enfatizar la acción y la simplicidad de los encuadres, con unos espacios de derrumbe que contrastan con ferias, tabernas, casas suntuosas, callejones sin salida, solares y descampados.
Sin embargo, las ubicaciones descritas -con un detallismo hipnótico en Baroja- se convierten en el cine de Fons en una selectiva y concisa indicación de la deriva de cada personaje. En novela y película, los seres humanos se describen como una camada de raposas que no andan al acecho, sino que deambulan sin previsión de muerte bajo la luz de un crepúsculo premonitorio. Así lo narra Fons con Baroja cuando Manuel, tras matar a su adversario, espera una justicia farisea que desconoce por qué ha caído uno de sus hijos.
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