miércoles, 27 de noviembre de 2013

Francis Bacon y El último tango en París

Mi reflexión en la revista electrónica Mecenas XXI sobre la película de Bertolucci, El último tango en París, y la influencia pictórica de Bacon.

Reflexiones | Fuente: MecenasXXI

     La película de Bertolucci, estrenada en 1972, nos introduce en un conocimiento psicológico de los personajes donde, paradójicamente, la humillación voluntaria, la resignación ante la pérdida del otro, la tendencia depresiva hasta la autodestrucción del individuo tienen un referente pictórico explícito ya en los créditos al inicio del film. El encuentro azaroso de los protagonistas y la voluntad de los encuentros sexuales sobre la tarima desnuda de los cuartos se convierten, lejos de cualquier reflexión paradigmática, en una metáfora de la incomunicación como forma de sublimación de la racionalidad y de cualquier clase de convención social.

    La influencia pictórica de Bacon se asume en la película como una modalidad expresiva que rompe con cualquier concesión a una trama definida y meditada en la elaboración del discurso narrativo. La estética de la incomunicación se convierte en un más allá de lo comunicable cuando la invención de los pasados, la agresividad, la vacuidad de los diálogos, el instinto carnal, el grito exploran márgenes donde lo indefinible comunica ahora más que cualquier lógica discursiva.

    Los lienzos de Bacon declaran una lucha inherente al ser humano entre la racionalidad de las convenciones socioculturales y una búsqueda hacia la comprensión de la propia existencia a través de pulsiones instintivas, aparentemente reprimidas: la promiscuidad, el desequilibrio emocional, la tentación del suicidio, la voluntad del asesinato o la obsesiva compulsión de la persecución. Esa temática, más allá del significado lingüístico, es la que predomina en la obra de Bertolucci. Parece que los dos estetas fueran conscientes del desarrollo eufemístico de los actuales lenguajes políticos, religiosos y académicos que son incapaces de enfrentarse al tabú de todos aquellos estímulos, pensamientos, emociones y conductas que son inherentes al ser humano: la lucha por la territorialidad, el sexo efímero, la decadencia de los agrupamientos sociales y de las estructuras políticas, la proxémica como una forma de comunicación verosímil, el canibalismo y la sustitución de las creencias por la ejecución de los ritos, entre otros.

   La estructura fragmentaria de la película que reconocemos en la frecuencia de primeros planos y planos detalle se asemeja a la visión poliédrica al mismo tiempo que difusa de los personajes baconianos. En la película, rara vez hay amplitud de espacios, sobre todo cuando los interiores, como los que observamos en Bacon, nos conducen a escenarios sin determinación geográfica o topográfica, con un cromatismo áspero y terroso, cuya desnudez no está exenta de una arquitectura laberíntica y claustrofóbica: la habitación alquilada, los baños, el salón de baile o los escuetos cuartos del motel.

   Sabemos que es París por acción directa del director, pero puede ser cualquier lugar, mejor dicho, es el lugar donde quienes habitan reconstruyen un espacio adánico al mismo tiempo que mefistofélico, lleno de virtualidades, de incertidumbres, de falsos asideros, donde el sexo es el único lenguaje que les devuelve constantemente a la realidad convencional.

    Lo objetual también incide en esa opacidad de rostros y en esa indefinición expresionista de los perfiles. Todo es confuso; la fragmentación es casi pulverización o desintegración de la carnalidad en la estética de Bacon. Los vidrios esmerilados y translúcidos, los espejos rotos, un abrigo o un sombrero en el suelo, los silencios, las conversaciones espontáneas y sarcásticas, una navaja, un revólver en los bolsillos, tranvías y funiculares que recorren París -sin que el espectador conozca su destino- refuerzan esa analogía entre lo fílmico y lo pictórico.

   En esa búsqueda de la asimetría como una forma de intuir la pudrición, la visceralidad y la crudeza de los cuerpos, la acción de la pintura del mexicano José Luis Cuevas cobra relevancia formal y semántica; sus lienzos se adscriben a esa misma tendencia de aprehensión de la realidad -que hallamos en Bacon- como un lugar que es tan solo el punto de partida de una serie de exploraciones que multiplican la complejidad del mundo, pues lo desgajan, lo fragmentan, lo recomponen creando nuevas figuraciones, percepciones versátiles que nuestro ojo reconoce como espacios indómitos, insólitos e irreverentes, a la vez que hipnóticos. Así sucede en la mayor parte de los retratos de Cuevas, donde la fisicalidad es propiamente psicológica: la derrota, la muerte, la decadencia de la vejez y la enfermedad son constantes míticas en su obra que arrostra también los cambios culturales de unas sociedades que parecen no recuperar sus rasgos identitarios.

    Asimismo, podemos atisbar esa mezcolanza de texturas pictóricas (arena, papel amate u óleo) y de asimetrías estructurales a la hora de enfrentarse a los conceptos en muchos de los lienzos del también mexicano Francisco Toledo, especialmente en sus exposiciones y libros comoInsectario o Zoología fantástica. Sus bestiarios reflejan la visión de un mundo extinguido, en el que el hombre ha perdido todo rango de civilidad para ser devuelto a ese origen de celebración y de caos que es la naturaleza en su sentido adánico.

   Nuevamente la impronta de Bacon seduce a creador y a observador: esqueletos, escamas de serpiente, quijadas y roedores son fragmentaciones de una realidad que profundiza en la esencialidad de una naturaleza vasta, por explorar, invadida por un hombre que no ha percibido la simbología de lo que expresa cada elemento: el artista es un chamán que advierte de esa irracionalidad que consolida el mundo real y no queda exento el pensamiento de Bacon cuando, en los márgenes del cieno, tras la disgregación de los elementos, tras su colisión en el lienzo, tras la ruptura de las ortodoxias, no queda más que el hombre.

    Esta reflexión a partir de los motivos fílmicos de Bertolucci junto a los de Bacon nos conduce a una red de analogías, donde la pintura mexicana absorbe la retórica de unos discursos fragmentarios y rupturistas con las convenciones de unos entornos desarrollados tecnológicamente, pero que insisten en el olvido de la autenticidad, negando la severidad de los instintos.

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