No sé si el futuro de un país está solamente en las aulas. Lo que sí me frustra cada vez más es el descrédito y la desautorización moral que estamos sufriendo los docentes de la Pública. Es necesario la autocrítica y la reforma estructural de nuestro gremio, pero lo que no puede permitirse ningún representante político es desacreditar a sus funcionarios. Ese descrédito implica la frivolización del oficio de la docencia y el adocenamiento a corto plazo de los alumnos y sus familias que observan con recelo, desapego y acritud a los formadores de sus hijos.
Para muchos de nuestros alumnos, los docentes somos la única referencia moral y disciplinaria que tienen. Si nuestros gobernantes se permiten el lujo de insultar a nuestra profesión, están boicoteando la institución que ahora mismo supone una exigencia disciplinaria para muchos adolescentes. Esa intencionada campaña de desprestigio repercutirá en la responsabilidad cívica de los alumnos y eso tendrá un coste económico y social en el futuro que el político olvida, porque su vida en la administración es cortoplacista en la mayoría de las ocasiones.
Lo que casi nadie sabe es que, en este país, existe un lobby de empresas, editoriales y consultoras educativas que, desde el gobierno de Felipe González, sigue ordenando, legislando y poniendo en práctica una doctrina constructivista que rechaza la competitividad entre los alumnos. Somos muchos los docentes que venimos denunciando, desde hace años, las carencias de las sucesivas reformas educativas y no se nos ha hecho caso ni desde los sindicatos, ni desde los partidos.
Las prioridades que se establecen en los debates sindicales no se han centrado en formas de consolidar una cultura del esfuerzo y esa relajación ha contado con el beneplácito de los políticos (de derecha e izquierda). Los docentes queremos trabajar en condiciones, con un modelo de escuela diferente, basado en el esfuerzo, en la disciplina, en la cultura de la alfabetización. Los alumnos necesitan más refuerzo de lengua y matemáticas, menos optatividad, otros horarios, comedores, una innovación metodológica en el aula que desplace los libros de texto, mayor atención temprana, una implicación de la familia que respete el trabajo del docente por encima de cualquier representante institucional, oposiciones que valoren la formación académica y el currículum, promoción interna del profesorado y compensaciones económicas por la formación, estableciendo relaciones de competencia en el claustro.
Pero no es así. Los sindicatos y los políticos están en otra. Yo no pongo la mano en el fuego por nadie, después de estos años de frustración. Pongo la mano por mis alumnos, que sufren las consecuencias, y a ellos nos debemos todos.
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