Portadas del libro | Fuente: Robert Reseña | Fuente: Culturamas |
La lectura de una obra ensayística como Hitch-22 no está exenta del malditismo de un periodista que se ha caracterizado por la exigencia de un estilo con una serie de constantes temáticas. Hitchens antepone la etnografía a la tendencia ideológica que prima en los medios de comunicación, condicionados por intereses empresariales; además, sus artículos se basan en su propia experiencia dentro de diversos ámbitos académicos e intelectuales, y en sus trabajos como corresponsal de guerra. Así que Hitchens niega todo dogmatismo y nos introduce en un debate personal con el fin de buscar la empatía para que el derecho a la duda sea tan significativo como cualquier otra premisa en la disertación.
Durante su estancia en Cuba, aquel pensamiento de base marxista, tan propio de Hitchens, se opuso incluso a los propios razonamientos del Che Guevara: “Yo entendía que las condiciones políticas y económicas podían hacer a la gente mucho peor (como digamos en el caso del nazismo), pero tenía demasiada formación empírica inglesa para creer que las meras circunstancias económicas podían mejorar a la gente” (p. 143).
Sus escritos nos introducen en una denuncia continua del bipartidismo, convencional y fosilizado, rechazando el esnobismo que automáticamente asocia a la política estadounidense con el imperialismo, sin reparar en el compromiso de muchos grupos de izquierda que están abriendo la posibilidad a un revisionismo de los diferentes gobiernos americanos: “Yo también descubrí que podía ver las cosas desde el punto de vista de los gobernantes y que estaba del lado de quienes ahora intentaban construir un nuevo Estado en Afganistán e Irak. En cualquier caso, los que se oponían a la guerra se alienaban con las opiniones de otros gobernantes y estados, muchos de ellos bastantes más apestosos que George W. Bush” (p. 366).
Lo que es significativo en la estructura argumentativa de sus ensayos es la exposición -a partir de una anécdota personal- de una serie de premisas que le permiten introducir contenidos de una mayor extensión semántica, siempre relacionados con una puesta en crisis de la estructura política y administrativa de los estados. Su origen judío, por ejemplo, no le impide cuestionar el sionismo o la construcción de un estado como Israel: “Considero el antisemitismo imposible de erradicar: es un elemento de la toxina que nos ha contagiado la religión” (p. 446).
Del mismo modo, su lenguaje irónico se basa en una reiterada denuncia a la decadencia de la propia concepción de las democracias donde la estabilidad social parece no estar reñida, paradójicamente, con las corruptelas, las alianzas envenenadas entre algunos países y con la evidencia de genocidios silenciosos que los medios se encargan de solapar o administrar a la opinión pública de una forma eufemística, opaca e intermitente: “La publicidad significa que las acciones se juzgan según la reputación y no al revés: nunca me he preguntado cómo se asignan rumores fantásticos a las figuras míticas de la historia religiosa” (p. 412).
Aunque, en más de una ocasión, se proclama marxista, en su pensamiento sobrevive un cuestionamiento de ese socialismo que sigue proponiendo teorías y conceptos ineficaces ante realidades cada vez más complejas desde el punto de vista geopolítico. Su distanciamiento de un dogmatismo oficialista de la izquierda y la multiplicidad de perspectivas críticas que acomete en su escritura reflejan un estilo que adolece de máximas irrefutables, sintomáticas en ocasiones de la coacción. Al contrario, su prosa es transgresora porque no se esconde en eufemismos, critica el idealismo de pensamientos políticos que naufragan ante las catástrofes humanitarias y condena la pragmática de gobernantes que apoyan a reyezuelos con ínfulas genocidas.
Hitchens no justifica la actuación política de los gobiernos en función de una teoría conspiratoria, sino que acude a los ejemplos, a las analogías, a las entrevistas y a su experiencia como si fuera un etnógrafo antes que un informador. Su convencionalismo es la ruptura de convenciones formales para crear en el lector una inquietud, una militancia como que la duda ante el declive moral de nuestra sociedad y la poesía son también lugares comunes para una creencia política por determinar, que nos afianza más en la comprensión del otro, aunque nos aleje del poder: “Es una tarea ímproba combatir a los absolutistas y a los relativistas al mismo tiempo: sostener que no existe una solución totalitaria e insistir al mismo tiempo en que sí, (…)” (p. 490).
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