miércoles, 13 de noviembre de 2013

La poesía de Pilar Iglesias Torre

Mi reseña sobre la poesía de Pilar Iglesias de la Torre, en De lectura Obligada. Un abrazo.

Reseña | Fuente: De lectura Obligada

    La antología que presenta Ediciones Alkaid sobre la poesía de Iglesias de la Torre indaga en una realidad lírica, con la suficiente autonomía, que su lectura remite inexorable a un conjunto de realidades complejas y no exentas de un poder simbólico significativo.

    Lo que caracteriza su poesía es precisamente las resonancias visuales de un hermetismo basado en la investigación de metáforas intensas al mismo tiempo que en la búsqueda de un ritmo enérgico del verso con frecuentes hipérbatos y encabalgamientos: “Más allá,/ el arándano convirtiendo la mirada en bisectriz/ de todos los oráculos posibles./ (…) océano infinito de esperanza, la luz/ en el prisma cristalino de tu boca” (p. 113).

    Asumido como un proceso autónomo y espontáneo de una relación madurada entre hombre y mundo, sin rigideces e intenciones, el hermetismo de su lenguaje desemboca en una estructura fractal, es decir, los referentes recurren a estructuras simétricas, analógicas y cerradas, con un significado evocador que nos introduce -una y otra vez- en otros microcosmos telúricos, astrales, ajenos al sentimentalismo y a lo prosaico: “El terciopelo verde siempre será verde/aunque pasen los inviernos y pase el tiempo/ y la génesis misma de la mutación constante/ troquele cada día/ la variación pictórica de la paleta de la vida …” (pág. 111).

    En el caso de la autora de poemarios como En el confín de los secretos o Instante, ese lenguaje concluye en el propio lenguaje como mundo autosuficiente donde nace y muere todo; concluye en la atracción que provoca el verbo una vez que nos ha sumergido en segmentos de un espacio inagotable, persistente en nuestra memoria y al que podemos dar mil nombres, rompiendo esa división entre forma y contenido, que tanto obsesionaba al propio Roland Barthes.

    Por esa motivación fonética y alucinógena que consume cada poema, el mundo, el mundo real es más diverso, con tantos matices y tantas fisuras que recobramos la conciencia del caos al que azarosamente pertenecemos y entonces la palabra sobrecoge porque es pharmakon, relevación purgativa de nuestra accidentalidad en el Universo: “Porque sé, porque estoy segura,/ porque me reconozco, porque/ se huele el todavía, porque inunda los sentidos/ la irreductible realidad de lo presente,/ por eso y porque/ la voz interior desborda el horizonte, (…)” (pág. 111) .

    Los neologismos científicos participan de esos submundos que sondeamos con cada palabra, intervienen en la construcción de los objetos que, dispersos en el espacio, la autora convoca para recomponer una nueva realidad más allá de lo sensorial como es legítimo en aquellos poetas que se preocupan tanto por la creación de un metalenguaje: “Siempre podremos ahogar el verso/ y tintar de amarillo las esquinas,/ hasta el día que, sin darnos cuenta,/ hayamos agotado el último punto suspensivo” (pág. 225).

    La multiplicación de referentes, las refracciones de luz en atmósferas complejas, los términos médicos como analogías de los elementos del paisaje, la escasez del adjetivo en beneficio de la sustancia y las materias, o la percusión de la estructura versal a lo largo del poema, describen un estilo propio en Geología de una poética (si bien se observan influencias de los novísimos), una forma de escribir que, citando a Castilla del Pino, hace práctica cualquier cosa para la comunicación que ya está en el plano de la conciencia: “Envejecí otros cien años/ en el instante mismo de mirarme/ y de saberme …Un pie en el círculo que recorre/ 360º de arenisca/ como bucle de reentrada al disco duro” (pág. 223).

    El pormenorizado análisis introductorio del profesor Pere Bessó en esta antología incide en esa conjunción simbólica entre la convulsión de las formas sintácticas que subraya la poesía de Iglesias de la Torre y un sentimentalismo que busca en la belleza de lo atómico el origen del mundo, del venidero mundo: “No es el osario/ lo que ha detenernos,/ sino la voz de la conciencia/ en holograma irrenunciable/ sobre cualquier emoción, como principio” (pág. 151).

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