Mi reseña en Historias para no dormir(se) sobre El luminoso regalo de Manuel Vilas.
Alfaguara Hispánica, 2013.
Alfaguara Hispánica, 2013.
Reseña | Fuente: Muñoz Grau |
Su prosa es rabiosa y frenética. Con un whisky malo en mano, me ha recordado al mejor Miller, a sus obras más compulsivas como Trópico de Cáncer. Manuel Vilas ha dado un golpe en la mesa con esta novela, aunque la lectura de El luminoso regalo (Alfaguara) no es la lectura de una novela, sino más bien la lectura de una propuesta de novela que busca -en la composición de su estructura- una ruptura total con las convenciones de un género saturado actualmente de discursos infantilistas.
A la novela española de estos últimos años, le ha podido el mercado y el turismo, como a todo. Y Vilas recupera un lirismo dionisiaco y destructor para una prosa que sobrevive en la perversión del sexo como hacen sus personajes: “Porque el Mal es un en sí, una forma de gravitación, una forma de reconocimiento del ser, de que estamos vivos, una forma de perduración, una grabación en la piedra, en la materia. Una inscripción duradera. La conciencia sobre la materia, eso es” (pág. 28).
El sentido iconoclasta del relato no es innovador, pero lo es en estos tiempos de “buenismo” en las editoriales. Es cierto que el escritor, aunque recurre a espacios comunes de la literatura de Bataille o de Réage, logra un efecto hipnótico con el manejo escrupuloso de una prosa que parece la de un autómata, pero que no lo es sinceramente: “Ellas. Ellas, las mujeres. Todas, absolutamente todas, vivas y muertas y las aún por nacer. Amor a todas ellas. Amor grande. El más grande amor del mundo. Amas a mujeres que aún no han nacido y amas a mujeres que llevan siglos bajo tierra. Es tu don. Dios lo quiso así” (pág. 158).
La relación de adictivo sadomasoquismo que mantienen el escritor Víctor Dilan y la Bruja arrastra a otra serie de secundarios y a toda una genealogía familiar que, al final de la novela, son traducidos en unos corruptibles y brillantes monólogos, donde hijos y nietos reprochan a Dilan la marca de su estirpe, ese magnetismo que sumerge a los personajes en aguas cenagosas, en las turbias corrientes de un sexo caníbal: “Soy tu hija. No sé si te quiero, papá (…) Leo tus enamoramientos de todas esas mujeres. Tenías que escribirlos. Yo lo entiendo. Me he detenido en las descripciones, en los coitos” (pág. 327).
Nuestra vida se mueve dentro de unas convenciones que refrenan el instintivo apego a la vida real que los personajes de Vilas sí experimentan. El tipo auténtico es aquel que sobrevive a través de lo orgiástico como percepción de las cosas y como acción de los cuerpos. La mujer fatal merece todos los respetos. En la novela, hay ese exceso descriptivo del impulso y de la muerte en ese sexo feroz y de descomunales miembros. Y ese fabliaux que es El luminoso regalo no oculta la denuncia explícita: tenemos el deber de encarnar el Mal, de santificar las fiestas y el placer.
Lo mejor de este trabajo son la propuesta, esa prosa rauda, tan provechosa en matices sensoriales, y las microhistorias secundarias que se acumulan en tono a la maldita relación entre el escritor y la Bruja de Ester. La prosa de Vilas, recurrente en repeticiones, paralelismos e hipérboles, destaca por encima de la secuenciación o de la descripción psicológica de cada personaje. El luminoso regalo no deja de ser la soledad de los vivos, la concreción de una utopía donde el sexo no salva a nadie, pero alivia la monótona vida de cada mamífero pensante que lucha por persistir en la insatisfacción, como esos novelistas que escriben incesantemente sobre viajes, recetas de cocina y señoras de telenovela.
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