domingo, 5 de febrero de 2017

Atanasio Díe, el decadente y hermoso esplendor de la bohemia

Llego a Cádiz viernes por la mañana, muy temprano, y un amigo me informa de la muerte de Atanasio Díe, y, frente a la bocana del puerto, me quedo un rato esperando a que un coche me recoja, y, en ese tiempo, me pongo a imaginar cómo escribir un texto como el que sigue. 

Porque, misteriosamente, mi defensa ante este golpe no es otra cosa que una inclinación a la escritura, no el lamento de la ausencia. Ya he visto morir a demasiada gente y ya estoy harto de quedarme solamente con las sombrías hormas de los recuerdos.

Y ahora que reparo en la persona que se ha ido, me doy cuenta de la suerte que tiene alguien como Atanasio Díe. Hay demasiadas razones para no olvidarlo, para que el rastro de su obra no diste de su presencia silenciosa, emblemática, introvertida en ocasiones, que sumía su figura enjuta en un misterioso esplendor, donde la genialidad impetuosa se mezclaba con un aura de viejo profeta recién resucitado de Luces de bohemia.

Atanasio Díe era un hombre de teatro, un hombre que entendía el escenario como una tabla de salvación para su propia inquietud. Su teatro fue también la salvación para muchos jóvenes allá por los ochenta. A algunos de ellos, sus ensayos los sacó de la calle y les dio una oportunidad para aprender un texto literario e interpretarlo, alejándolos del puto mundo de las adicciones.

Recuerdo a Atanasio como un hombre que no hizo lo que otros muchos de su generación, aquellos que se forraron a costa de constructoras e inmobiliarias, o de puestos en Consellería. No, Atanasio apostó por vivir, y vivir, según él, era aquello que Artaud tantas veces escribió: el teatro como enfermedad.

Y así lo reconozco: Atanasio era un hombre enfermo de teatro. La grandilocuencia, el histrionismo y ese amor al esperpento de sus textos lo llevaron a crear diversas compañías, a rodearse de buenos amigos, a hacer de la cultura en nuestras calles una faceta reseñable y auténtica.

Esta ciudad le debe mucho a Atanasio Díe, porque fue un hombre que trabajó sin nada a cambio, para que, en Orihuela, el teatro fuese una actividad participativa, una militancia para los niños y para los adultos. 

A mis cuarenta años, ya no creo en el escepticismo. Existe la mala gente y la buena gente. Atanasio pertenece a los segundos.

Que, desde hace décadas, esta ciudad no haya cuidado a sus artistas locales es un problema sin solución; son estos artistas locales los que hacen de esta ciudad un espacio reconocible más allá de la Esquina del Pavo. Son estos artistas locales los que, sin que nos demos cuenta, se hacen, por sí solos, universales, porque, como Atanasio, son los artistas reservados, obsesivos con su tarea de crear, a los que le importa una mierda reconocimientos, ínfulas y títulos nobiliarios, los que se recuerdan desde el injusto anonimato de la muerte. 


Porque Atanasio se ha hecho universal desde su parquedad, desde su surrealismo irreverente, desde su pompa indómita, desde el fragor de cada uno de sus estrenos que guardaba meses y meses de duro ensayo.

Atanasio es un símbolo de esta ciudad porque su tesón y su talento siempre estuvieron junto al compromiso y a la participación de cada uno de nosotros. Se nos ha ido un grande, como se fueron otros tantos que situaron a Orihuela en el mapa. Atanasio pertenece a aquellos que han hecho a esta ciudad un referente de activismo cultural en tiempos de vacas flacas.


Yo, inmerso en la bruma de un Cádiz que hoy amanece con una llovizna estúpida, maldigo a los que te olviden. Dondequiera que estés, brinda por nosotros y vuelve a burlarte de la mala sombra, cráneo previlegiado. 




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El director de teatro, Atanasio Díe, junto al profesor de griego, Atonio Ballesta./ Gaspar Poveda

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