Mi homenaje a las cajeras de Mercadona
Por la belleza de un momento mínimo merece la pena vivir y, a veces, después de un día fatigoso, encuentro que el trato breve con una cajera puede alegrarme el día. A veces, encuentro en esas manos que mueven los paquetes de servilletas, los embutidos y las latas de anchoa una clase de mágica estrategia que hace de las cajeras de Mercadona una transfiguración de Penélope que cose y descose su tela. Y no es mentira que, en este mundo aséptico y tan burocrático, una sonrisa fingida de una cajera puede proyectar mi fantasía.
A veces busco un relato literario detrás de esa joven que zurce con sus dedos facturas y envoltorios, detrás de su moño improvisado, detrás de su olor a Nivea. Detrás de cada cajera, lo sé, hay una biografía extensa de mujer luchadora, de mileurista que canta delante del espejo pese a los reveses de la vida, que encuentra en su oficio una forma de supervivencia injusta, pero que merece la pena envidiarla.
Hay lirismo detrás de esa sonrisa quebrada de Verónica cuando desliza las Oreo por la banda magnética, porque veo en ella, no a la cajera, sino a la treinteañera seductora que fuma en el descansillo y que conversa con sus amigas pelopony sobre los sinsabores de la vida. Todo lo que me suena a esperpento merece la pena vivirlo, porque yo deseo fervientemente conocer esas biografías que se protegen bajo ese uniforme verdinaranja, detrás de ese automatismo en los movimeintos cuando la cola se hace demasiado larga.
Hay muchos secretos detrás de los ojos de una cajera de Mercadona y vosotros sin daros cuenta.
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