Los monstruos se arrastraban hasta el final de la calle con sus paladares entregados a las pústulas. Admiraban los prismáticos de los sastres las soberbias medidas de la joven ciega que descubría sus senos bajo la luz de una pantalla de segunda mano, concretamente uno de esos modelos B32, que pertenecen a una producción niquelada y en mate.
La música del incienso penetraba en sus fosas nasales y la muchacha, evitando que la silicona fuese un lastre demasiado pesado en la raíz de sus pulmones, dedicó toda la tarde a desmontar calaveras de paloma. Henry Milton que observaba las centellas y no reparaba en las masas gomosas de tal embalsamadora quiso visitarla por una cuestión de ecuaciones diferenciales que lo habían extraviado en su mundo de notas a pie de página.
Al bajar los primeros escalones, Henry Milton sintió el pálpito, pues recordó al hombre quieto, vestido de personaje de Barrio Sésamo en el pasillo de los congelados, y luego, una vez que llegó a la cancela de la ciega nodriza, tocó a la puerta. El hedor a látex era insoportable.
Cuando la muchacha abrió, ebria de la belleza hiperbólica de su propios implantes, comenzó a conversar sobre los números automáticamente y sobre otros códigos perpetuos que se manejaban en Bolsa. Al mirar a su izquierda, Henry comprobó que era cierto lo que los éforos parlamentaban. Allí estaban, recién construidos, todos los implantes de silicona que mensualmente la muchacha ciega se introducía bajo sus senos congénitos para sentir que se elevaba entre los hombres, entre los sastres voyeurs que recogían los hilos blancos de sus entrepiernas cada vez que la joven ciega murmuraba el número pi.
Irresistiblemente, Henry Milton pudo hacer poco más que vomitar los gusanos que habían devorado a sus ancestros bajo las piedras.
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