Hace tiempo que deseaba leer El hundimiento, de Manuel Vilas, Premio de Poesía Generación del 27 y publicado por Visor. Escribí ya sobre su novela El luminoso regalo, del que hice una crónica en varios medios, y en la antología de En legítima defensa, de Bartleby editores, he coincidido con el autor.
El hundimiento es increíble porque tiene todo lo que Vilas resume de una vida, de todas esas vidas hermosas y malditas, pasión, la desidia, el golpe en las vísceras, la memoria y también las falsas y únicas verdades que existen: alcohol y poesía.
Podría ser una poesía inclasificable, pero no lo es. pero no, por esa razón, deja de ser increíble. A mis treinta y nueve años poco o nada me sorprende, aunque en El hundimiento he visto lo que significa para mí la literatura, esa elegía dirigida a los ausentes y a los perdedores en un mundo que pretende que el triunfalismo y la falsa decencia sean objeto de consumo. Bueno, ya lo son. En El hundimiento quedan los restos de muchas almas, de muchos suicidas, de muchos amigos que acabaron en el arroyo por despreciar mi amistad y la de otros, de muchas madres que preparan bocadillos de paté barato a sus hijos mientras sueñan con agujas.
En El hundimiento está la escritura de muchas recetas de hipnóticos y ansiolíticos, de tangibles formas de salir adelante erosionándote más deprisa que lo hace la propia vida en Occidente. Y la literatura es una forma de ellas y Vilas no lo esconde. Lamenta la existencia y la celebra al mismo tiempo y, en esa narrativa a favor de la dignidad del dolor buscado o sobrevenido, el poeta es un hombre confuso, pegado al instinto, un ser inspirado en la desgracia ajena que usa el automatismo de su poesía para recordar que la enfermedad y la muerte son los únicos poderes igualatorios.
Vilas no aborrece el mundo, sino que canta a los que tantas fatalidades han hecho aborrecerlo. Por esa razón, su escritura es atrevida y clara, tan rotunda como un salmo, pero sin su fantasía, porque, en El hundimiento, lo admirable es que la fascinación está en la negación de lo bello. Y eso no es nada nuevo, pero sigue siendo insaciable volver a leerlo. Negando todo se afirma que la vida es la cosa más hermosa y su desaparición es un honroso tributo, pues mereció la pena estar ahí como ha merecido la pena leerlo.
A Vilas. En el parque, en el bar, entre clase y clase, o dentro del aula, en voz alta, mientras se miraban extrañados, hermosamente imprevisibles, los alumnos, agotadores, radiantes con sus camisetas de Los Ramones y Star Wars: "Tal vez sea el mayor espectáculo del Universo: Un hombre que se hunde, porque la destrucción de la vida inteligente contiene la solución final de nuestros baratos enigmas" (pág. 75).
Es una pena que este libro haya sido premiado. Ya no podrá arder en el infierno como lo hacen los versos inseparables que escucho a veces, mientras mis hijos terminan sus mecanos de Lego y en la tele unas tipas se pelean por un tronista.
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