Los enanos giraron la cabeza y se encontraron con el toro de piedra. Lana del Rey señalaba en otra dirección después de recoger el turbante sobre la hierba. La violencia era otra de las extensiones y los niños, tras aprender las funciones del sintagma nominal, decidieron caminar hacia la guarida de Hansel, como así lo habían ordenado sus maestros.
Las olas de polen cegaban toda la percepción del mundo, pero los labios de Lana eran indiscutiblemente feroces, y eso animaba a los niños, y que las curvas de su cuerpo no desaparecieran bajo el polvo turbador. Una madre, contaban entre ellos, había disparado a otra en el hígado, pero las canciones de Lana del Rey eran mucho más poéticas y violentas que ese disparo, que cualquier otra colisión, que la marmita de acero en la cocina de Hansel, en cuyo interior hervía el Antiguo Testamento.
Cuando cruzaron la esclusa, los hombres palo señalaron con el dedo y dulcemente Lana se distrajo con cada uno de ellos, lanzándoles el plumón de cianuro en la yugular. Cayeron como moscas ventrudas y los niños aplaudieron y quemaron sus bufandas ante las puertas de la guarida.
El pobre Hansel, con sus botas de piel de serpiente, salió y, al ver a Lana, cerró los ojos y el polen llovió nuevemente sobre su pelo de paja.
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