No es la primera vez que converso con Pati o escribo sobre sus trabajos fotográficos. Nuevamente, he decidido explorar sus obras y sigo estremecido por ese particular universo de colores a los que dota de una nostálgica visión de la adolescencia, escondiendo tras esa aparente felicidad que desprende el contexto un mundo vertiginoso de miradas extraviadas y desconcertantes.
Sus encuadres, revestidos de felices ornamentos, advierten de un entorno ucrónico donde la repetición de figuras y el cuerpo de la mujer aparecen de una manera virginal, completamente idealizados, pero son esos matices del cabello o de la pose los que convierten las fotografías de Pati Gagarin en una clase de canto elegiaco sobre una inocencia irrecuperable, un reducto de cenizas de lo que pudo ser la alegría de vivir sabiendo que jamás seríamos mortales; que vivir en el mundo sería siempre un riesgo emocionante y donde no existiría nunca peligro alguno. Pero hay matices en esas miradas que Pati logra con su cámara que dictan todo lo contrario: todo aquello fue irreparablemente un sueño, mejor dicho, un mal sueño.
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