Las ardillas cundieron en el trabajo y regresaron, después de la cena, a sus blisters para hibernar. Lisa Ann limpiaba la cerámica de óvalos y miraba al exterior donde el último árbol se perpetuaba sobre el asfalto. Las camisetas lucían con sus siliconadas formaciones tras los autobuses universitarios y algún muchacho retraído quiso dormir en el césped del parque donde se suicidan cada sábado los masturbadores.
Lisa Ann mantuvo firme a los alumnos de quinto que se colaron por el balcón para sacar fotos de los trajes de cuero que ella colgaba junto a los pulpos rocosos. Un señor llamado Wolkswagen atendía en el entresuelo a las ancianas ciegas mientras oía el crujir de nudillos en el segundo piso donde Lisa sacó el latigo para domesticar a aquellos coleccionistas de Pokemon.
Pero el amanecer llegaba tan rápido como las aspiradoras. Y las aspiradoras no perdonan que sus pensamientos funestos sobre mujeres enlutadas en látex las atosiguen, así que deciden que el suicidio es una salida hacia la luz, tan húmeda y provechosa como la boca de Lisa. Alguna vez las he visto arrojarse desde el vacío,con sus vientres llenos de polvo, y también los he visto a ellos, a los rubios masturbadores, colgados de la soga, colocando previamente pequeñas filas de escarabajos en las aceras.
El látigo de Lisa Ann pervierte y los chavales que deciden abandonar el hogar al fin son otra clase de individuos, más parecidos a sus padres, sedientos y ochenteros.
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