Lo confieso. En ocasiones, veo Sálvame y Sálvame Deluxe. Alguien podría decir que es un despropósito, pero mi manera de mirar el mundo, además de embaucadora, es imbécil. Y a veces necesito ser imbécil, sacar el mamífero que llevo dentro y contemplar cómo la decadencia del mundo se compensa con anuncios de pastillas adelgazantes y con el colchón de tres capas de Lo Monaco.
Soy fan de Kiko Hernández y de Kiko Matamoros, porque hay en ellos más de una cosa que envidio, por ejemplo, la seriedad con la que se adaptan a lo baladí, a la riña de patio, al don incómodo, pero adictivo, de la verdulera y la pregonera de barrio. A veces, después de repasar a René Char o alguna de esas novelitas fustigadoras de Kadaré, me acomodo en mi sofá de segunda mano, comprado en Muebles Anticrisis por cien euros, y lo paso bomba. Porque no soy yo en realidad. O sí soy yo, el hombre estético conjugado con el hombre necio, con ese imbécil que mira el niño de la salchipapa en Youtube a escondidas, antes de sumergirme en un cuento oriental que parafraseó Thomas Mann.
Es ridículo no ver Sálvame en estos tiempos donde la literatura es políticamente correcta y nuestros ministros toman té con imputados, tiempos donde hay más greguería y pasión en el verbo de Belén Esteban que en algunos profesores de Universidad que campean por sus dominios como grises funcionarios que fuman y fuman para que el tiempo no los desgaste.
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