Una mujer que resurge siempre de sus cenizas
Mi padre la esperaba en la Vespa delante de la fábrica de telas. Mi padre trabajaba en una humilde pescadería y, además de oler a tabaco, sus manos desprendían ese tufo rancio y severo que el pescado barato fija en la piel para siempre. La piel de mi madre huele a salobre y a humo. Abandonó la escuela por necesidad, porque mi abuela no podía mantener a todos sus hijos. Mi madre fue de esas mujeres que machacó el franquismo lo suficiente para que ahora no quiera recordar nada de aquellas desdichas, salvo alguna imagen fugaz de mi padre con su bigote de Pancho Villa.
A propósito de mi padre, murió de cáncer cuando aún no había cumplido los sesenta y nuestra casa se quedó un poco sola, pero más sola se quedó cuando mi abuela, quien me educó bajo la disciplina de la honradez y el silencio, murió años después. Ahora mi madre cuida a una señora que sufre mal de Alzheimer y por las tardes acude a clases de francés y a natación. Porque mi madre es una mujer que tiene que resurgir constantemente de sus cenizas.
Hemos sido felices, es cierto, pero las tragedias se fueron sucediendo y es este momento pacífico de la escritura lo que me permite curar los recelos sobre cuán injusta y cuán verdadera ha sido la vida a nuestro alrededor. La casa de la corredera, el matadero donde mi abuela y mi madre desplumaban pollos y patos, el huerto del Quitoli donde yo apoyaba la espalda en las matas de las habas hasta quebrarlas y las acequias son imágenes que bullen en mí como si urgentemente necesitaran ser interpretadas. Pero es inútil.
Con mi madre puedo hablar de literatura, porque ella tiene los prejuicios necesarios para entender cuánto significa para mí el hecho de leer y escribir. Cuando comemos juntos en la casa vacía, sin los nietos, tengo la sensación de que, si ella me falta alguna vez, yo estaré más cerca de las piedras y que será un acto egoísta compadecerme, pero hay tanta maldad y tanta belleza en las ausencias que se recuerdan con dolor.
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