Cuando preguntaron a la religiosa por el número de insectos que había tras el armario, contestó que solamente era uno y que hace años se llamaba Gregorio. La marea está baja y Taylor Swift contempla el cadáver del oso en la orilla. A veces el violento océano trae estos despojos inquietos, materias antediluvianas que nos recuerdan que unos ojos como los de Taylor también pueden emocionarse con la siniestra belleza de los cadáveres.
Hemos aprendido a dejarlo todo para el final y, si sacas malas notas, Taylor, vendrán los demonios a visitarte y a colgar sobre tus hombros ese abrigo de piel humana que regala Zeus a los guerreros espartanos. Si sacas malas notas, ya no podremos ver juntos, como cada noche de verano, la peor película de Kubrick, donde unas gemelas con un polisón azul esperan al final de un pasillo a que los dos nos besemos despacio (sin lengua), porque no hay nadie en tu casa, porque tus padres están infinitamente ausentes, porque la partida de póquer, que están jugando a orillas del Hudson con los sonámbulos y los mártires de la deflación, es eterna. Siempre es eterna.
Con la uña de tu índice, dibujas en la palma de mi mano un corazón invisible y me susurras si Calvin Klein es cómodo para mi apéndice retráctil. Y yo te miro -con los mismos ojos vítreos con los que contemplas el cadáver del oso- y luego espero a que vuelvas a besarme (con lengua), a que vibren los peces de Cortázar dentro de mi boca, a que fluya la espuma hasta nuestra cintura, la espuma seminal y láctea, metáfora de ese universo invisible donde las tostadoras asesinas gobiernan, después de la matanza, nuestro bendito Fondo Monetario.
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