Günter Grass. |
He leído mucho a Günter Grass y, aunque no soy proclive a los epílogos ni a los epitafios, lamento su muerte y debo decir que su literatura no era fácil y que su contenido nunca me dejó indiferente. Grass tenía esa dureza de sus contemporáneos, esa sumisión al remordimiento de ser víctima y verdugo de las mayores represiones de la historia del hombre.
El tambor de hojalata no deja de ser una fábula kafkiana de un mundo que se mueve entre la incertidumbre del futuro y una ralea de pobres y míseros que construyen su felicidad inspirándose en la orfandad y en los prejucios. Aún recuerdo algunas escenas terribles y mágicas de esa novela al igual que en A paso de cangrejo. La literatura de Grass tenía la enjundia, el secretismo de saber que hay algo más allá de las palabras, una sabiduría oculta que solamente una estructura caótica y llena de vericuetos puede remediar en ocasiones, aunque para el lector sea una lucha constante contra la comprensión total y las propias carencias de unas valientes traducciones al castellano.
Siento que se ha ido un gran escritor que vivió como otros tantos con el peso del remordimiento, que encontró en la literatura una forma de polemizar contra sí mismo y contra una Europa que no cree en el olvido. Algunos de sus comentarios le valieron muchos enemigos al final de sus días, pero sí reconoció que el nazismo había sido el mayor de los errores porque, detrás de su maligna ofensiva, parecía bondadoso y enérgico. No lo olvidaré, como tampoco he podido olvidar a Heinrich Böll o a Stefan Zweig.
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