Hace ya varios años que un amigo me dejó una grabación de la Segunda Sinfonía de Mahler, dirigida por uno de sus discípulos en 1948, Bruno Walter, y presentí que aquella versión distaba de algunas grabaciones sublimes como las de Kubelik o Inbal. Quizá, junto a Klemperer, quien conocía la personalidad obsesiva de Mahler, las obras dirigidas por Walter reproducen esencialmente la gravedad y ese tono elegiaco, en ocasiones redundante e impetuoso, del compositor de La canción de la Tierra.
Los Lieders y esa interpretación de la Segunda sugieren que los matices son demasiado importantes en la trascendencia de una creación. Quizá lo que le falló a la versión de Bernstein fue precisamente, en el caso de la Segunda Sinfonía, ese conocimiento del poso religioso y de la austeridad que el primer movimiento necesitaban para convertirse en una clase de réquiem que Walter supo interpretar eficazmente.
Walter asimiló perfectamente el sustrato religioso, la razón judía que se alojaba tras la versatilidad de las composiciones de Mahler que, pese a no ser un hombre de creencias, no pudo ni quiso escapar a las raíces teocéntricas que alimentan a Europa todavía, a esa sensible manera de reconocer que muerte y vida son procesos tan antagónicos como inseparables. Además, la tragedia personal que asoló su biografía no estaba exenta de ese aura de misticismo y espiritualidad que su música con tanta fuerza reclamaba.
La manera de interpretar de Bruno Walter es una perfecta analogía de lo que Mahler vivió y sufrió, la meditada reflexión que las partituras de su maestro exigían para convertir su Segunda Sinfonía en ese himno sublime que, al margen de algunos momentos de excesos retóricos y grandilocuencia, va más allá de un cántico espiritual, porque la música de Mahler es una manera profética de manifestar los tiempos oscuros que en breve acecharían en Europa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu Opinión es Importante, Deja Tu Comentario: