Yo sigo a los Matamoros desde hace muchos años, pero nunca pensé que el que iba a destacar fuese Kiko, porque al lado de su hermano, parecía el payaso triste, el tino de moderación que le faltaba al otro, irreverente y proscrito. Ahora que veo Sálvame, cuando el tiempo me lo permite, me descubro ante un colaborador que tiene esa mixtura fabulosa de sofista brillante y portero de discoteca que se arremanga para calmar la bullanga.
Yo veo en Kiko a ese Shaft y a ese Kojak que formaron parte del imaginario de mi infancia, de aquellos tebeos de Punisher y aquellas pelis donde Clint Eastwood se calzaba sus botines de piqué para balacear a los enemigos públicos. Kiko Matamoros es el prejubilado de banca que se niega a morir jugando al dominó en el anomimato de los bares, el simpático Shrek que se viste como Julio Iglesias para batirse con la choni, con la folclórica, con la sirvienta de la folclórica y con los papichulos que se sientan en el plato de Sálvame. A mi me gusta Kiko Matamoros porque es vanidoso, es rufianesco, al mismo tiempo que pusilánime y sensiblero. Hay mucho glamour en el personaje, muchas ganas de afrontar la comedia de la prensa rosa con un rigor impostado y un sentido del humor que saca al Matamoros de la Comedia del Arte, a la antítesis de Polichinela, a un tipo que enamora porque hay un aura de malditismo y de triunfo ante la vida que no pasa desapercibida. Bestia Matamoros y bella Makoke.
Kiko es presumido porque la vida lo es en su mismidad y, en algunas portadas de Interviú, promociona que hay vida a partir de los cincuenta, una segunda juventud que huye del miedo a morir bajo los efectos del hastío y del sobrepeso de una barriga cervecera. Hizo bien Telecinco en apostar por una figura que ya es una marca del programa, un destello de elegancia y charol en un mundo que agoniza bajo el ímpetu de lo convencional y lo correcto.
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