¿Quién es Julia Valoria? Si Groucho Marx la hubiese conocido habría dicho que era el quinto de sus hermanos, una Margaret Dumond, cuyo sentido del humor la convierte en un andante antidepresivo en vena que te cambia el día cuando te la cruzas. A mí me gusta Julia Valoria porque tiene lo mejor de lo decimonónico, una elegancia no reñida con el artificio ni el postureo, y cierta decantación al mecenazgo que la colma de una soberbia sana y emprendedora. También tiene lo mejor de la posmodernidad; una concepción frívola de los males y una tendencia warholiana que se refleja en la armadura de sus gafas, en el tinte de su pelo, y en su manera de atraer la atención a través de un verbo fácil.
A veces, cuando se convierte en el centro de atención de alguna reunión de amigos, desprende ese aroma hipnótico que también Capote tramaba desde su escéptica e irónica visión de la vida. Pero Julia no llega a la insolencia de Capote, ni al sibaritismo de Warhol. Sin embargo, Julia no es mundana, es un personaje literario que se mueve entre la trotaconventos de Juan Ruiz y Remedios la Bella, de García Márquez, un personaje cinematográfico que aspira a Matahari, a espía y amante de Bogart, a una Deborah Kerr en La noche de las iguanas. A Julia debo muchas cosas que me han hecho bien, a Julia debo amar con más intensidad el cine americano, el insomnio voluntario por seguir la pista de Cagney y otros clásicos americanos. Julia se escapó de Sunset Boulevart y aún no lo sabe, pero más vale así que Julia se manifieste desde esa irrealidad espléndida y luminosa con la que carga, como si se tratase de una frustrada actriz americana que aún cree que, frente a su puerta, ha alquilado el Gran Gatsby.
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