A mis compañeros del Club de lectura Tháder
No dejaba entrar la luz aquella figura, porque la luz lo invadía todo y era todo. Un viejo que se apellidaba Preacher simulaba leer la Biblia, porque jamás había ido a la escuela y extraía de las estampillas del Libro Sagrado algunas enseñanzas que no podía tramar a través de las palabras. Imaginaba las sentencias de los profetas, sentado en el porche de casa, esperando a que, cuando llegara la noche, las libélulas preñaran de una claridad puntillosa la seda de azul que cubría los arbustos y los caminos de herradura.
Permanezco en el parque cerca de mis hijos, releyendo uno de los cuentos más hermosos de Truman Capote, "La leyenda de Preacher", y presiento que la vida pasa demasiado rápida. Este tópico, que no requiere demasiada atención, cuando se experimenta vivamente, leyendo, intentando ponerte en la piel de ese señor Preacher que imagina la voz de Cristo, parece decepcionante con la existencia misma, que deberíamos atrapar con una intensidad mayor que la propia fe de aquel viejo.
Es cierto que la literatura es una mentira, es una forma de gobernar el destino que no asumimos, señor Capote. Porque la vida es jodidamente versátil y, aunque parezca que no sucede nada, está cambiando todo, el aire del verano, los tonos sombríos de algunas superficies, mis células, un flujo de oscuridad en nuestra sangre, la certeza de que los pájaros, otros pájaros, regresan al mismo lugar todos los años.
La literatura es jodidamente falsa y la vida es condenadamente hermosa y caótica dentro de su quietud. Y nos merecemos ansiarla como también merecemos ansiar la falsa de belleza de ese cuento de Truman Capote para que podamos despertar algún día con la sensación de haber hecho otras cosas, además de haber vivido con desesperación algunas veces y, otras, con suficiente alivio.
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