En Nepal se cuentan por miles las víctimas del terremoto. |
Desde el pasado domingo, me despierto a la misma hora y empiezan los sudores. Me tomo mi dosis de Transilium pediátrico y en Onda Cero no cesan de repetir el número de muertos en Nepal. Mi vecino se ducha sobre las siete de la mañana. Escucho el agua que cae y que es engullida por las tuberías emparedadas. Cada vez que pongo atención a la radio, aumenta el número de víctimas por miles y colocan melodías de Brahms para añadir dramatismo a la noticia.
Pero no siento nada. No puedo imaginarme que un terremoto sea tan devastador y definitivo. Ni siquiera lo puedo comparar con esas películas catastróficas que tanto gustan a algunos creativos milenaristas del Hollywood más casposo. A mi alrededor solamente veo higiene y desinfección, un cuerpo que duerme serenamente, y al otro lado del mundo tengo que pensar que hay demasiada gente sepultada bajo riscos y escombros.
Pero no siento pena, no siento nada. No conozco a esas personas. No sé quiénes son en realidad y todo suena en la radio a ciencia ficción, a una ceremonia espléndida de testimonios terribles que continuamente son interrumpidos por publicidad de detectores de radares y pastillas adelgazantes.
Suena extraño. Debería decir lo que todos, que es injusta la muerte, que siempre pagan los mismos, que es demasiada cruel la naturaleza en esos países que se pintan de rosa y marrón en los mapas escolares. Pero estoy cansado de alegrarme y de sufrir por las cosas ajenas. Porque lentamente he sido víctima de la peor de la metamorfosis. Aspirar a la perfección, a creer que nada malo me va a suceder nunca, a que un terremoto no me va a atrapar jamás, que esos muertos ni siquiera existen, que las radios inventan todo, que siempre son números redondos los que se anuncian, a miles, a cientos de miles, y que no importa el muerto 107 por sí mismo o el 34.
Hay demasiada desgracia en lo que escribo y estoy condenado a no padecer, por mucho que lo intenten, la tragedia de los otros. Porque vivo en un entorno demasiado tranquilo para pensar que Nepal es mi otra patria y que los niños caminan descalzos sobre los escombros. Mi vecino se ducha sobre las siete y yo volveré a tomarme mi Transilium pediátrico sobre las diez de la mañana, a mirar por la ventana y a comprobar que el día es tan espléndido como los senos de Ava Addams. Es triste, pero también es justo que alguien me diga que no es valiente jugar a ser mala persona.
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