A J.A. Cayuelas
Yo, que fui cinéfilo por el VHS, recuerdo haber visto a un Travolta bailando en una sala, sin frenesí, acompasado por una música hipnótica, música de guateque de mis padres, de furgoneta rosa con margaritas blancas pintadas en la trasera, de mujeres sin sostén, mientras unos melenas chupaban carretera hacia ninguna parte.
Yo viví esa etapa cruda e idealizada de los Estados Unidos gracias al vídeoclub de mi barrio que tenía pelis de clásicos y Travolta ya lo era por los ochenta. Porque John era un tipo idealizado que me recordaba a Bertín Osborne, y eso lo hacía eterno, aunque no se llamara James o su madre no se apellidara Dean.
Qué es Fiebre del sábado noche. Pues un poco de todo. Aura marginal, luchas de clase, etnias enfrentadas, una América que necesita mitos fundacionales y el cine se los proporciona con un encanto inédito que ni Juan Pardo ni los Bravos sabían hacer con sus canciones melódicas en España. Un concurso de baile con pantalones de campana y rostros afeitados transformaba el cotarro en algo diferente, en algo distinto a la España del 98 que censurara Manolo Escobar con su himno cañí .
Yo, que fui cinéfilo por el VHS, me recuerdo una noche, tirado en el suelo, viendo esta peli. Era verano y las chicharras rodaban en los árboles y un joven con camiseta ajustada, llamado John Travolta, se reía de sí mismo y era el chuleta más encantador que había visto después del serio de Cagney.
Porque Fiebre del sábado noche tiene visos dramáticos que la hacen recuperable, que me llevan a soñarla como una mezcla histriónica y crítica de tiempos donde era imposible la indiferencia.
Porque, detrás del tupé y la chaqueta blanca, existe la decadencia y el sonido insoportable de las sirenas de policía y un apartheid en cada una de esas casas que miraban a Long Island, esperando a que la música lo limpiase todo.
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