miércoles, 28 de octubre de 2015

Aspiradoras, la muerte de los peces o vivir junto a Lisa Ann y Rachel Starr



   Era el destierro en el país de los camaleones y la literatura de Henry James lo que nos había hecho rebeldes al cambio. Mientras Rachel preparaba el café sin tacones de aguja, yo rezaba junto a Lisa, Lisa Ann, la versátil protectora de la carne enlatada, la nodriza de aquellos adolescentes que resbalaban en su propia saliva según la veían desfilar por la alfombra de las pieles muertas.

  El ciempiés nos miraba desde la esquina con sus antenas vibrátiles y se conducía después a la oscuridad del temblo. Escuchábamos entre oración y salmo los pasos temidos de unas gentes que, en el sexto piso, descuartizaban corderos y lampreas para luego venderlos a granel en Saint Bournot. Eran los mismos que traficaban con las cintas del cantante que aún hiberna en las cloacas del salón real. Rachel imploraba desde la cocina, Rachel tenía el apellido de su tatuaje y se manejaba con las herramientas y los alambres hábilmente. Pero, eso es otro tema.

  Todo era fugaz en el apartamento, incluso los cuerpos, desnudos, hirvientes, atenazados por la incesante hormigonera de los años que no pasan en balde. Pero yo era feliz con ellas y con aquellas aspiradoras que rumiaban sobre el charco de agua blanca. Aunque Rachel imploraba porque el café no era Volutto.

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