En el interior de cada casa, se alumbra con la cera y el fuego. Alguien cuenta los pasos para cerciorarse de que el tiempo evoluciona hacia el mismo lugar. El centeno no ha germinado como aquella vez que nos entretuvimos caminando entre las veredas, rozando las ortigas con nuestros tobillos. Nada era siquiera tan verdeante como ahora que se escucha el agua y la respiración del aplomado cuerpo que mira morir las brasas. No somos nada más que esas podridas hojas a punto de ser incendiadas por una luz que se consume a sí misma. Mientras los perros declaran con su sombra que siguen perdidos, unos ojos cierran toda la certeza de vida.
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